por Máriam Martínez Bascuñán – “Tras su lectura, uno debería tener la impresión de comprender mejor el mundo en el que vivimos”, dice una carta de Arno Widmann, director del suplemento cultural del Frankfurter Rundschau, donde invita a Beck a hacer una compilación de artículos que en la edición española se agruparían bajo el nombre de Crónicas desde el mundo de la política interior global(2011). De la misma forma que El Capital de Marx desarrolló una filosofía existencial del hombre en la economía, Beck pensaba que la situación espiritual de nuestro tiempo se podría definir con ese término de “política interior global” o Weltinnenpolitik. Este libro “no reflejaría las cosas que vemos incesantemente en la televisión, sino los acontecimientos que pueden aclararnos hacia dónde camina la historia mundial”, la visión de los cambios en las relaciones de poder, o en qué lugar se está decidiendo el futuro para ver con mayor claridad “dónde se restaura lo antiguo y dónde se da una oportunidad a lo nuevo”.
No es casual que el director del suplemento cultural del Frankfurter Rundschau eligiera a Beck para tal empresa. A este sociólogo que nos dejó el pasado jueves día 1, lo movía la intención específica de conocer científicamente lo social, pero también el por qué de ese mundo social. El “esto es así ” unido al “por qué es así”. En un mundo crecientemente complejo, en el que todo cambia constantemente, donde proliferan crisis y emergen situaciones nuevas al tiempo que la realidad no deja de sorprendernos con acontecimientos y paradojas, Ulrich Beck preparaba el camino para establecer conexiones y entender lo que teníamos que entender.
Probablemente esa fue la obsesión que guió su pensamiento: entender los fenómenos. Y con ese fondo apareció la obra que le catapultaría a la fama mundial titulada Sociedad del riesgo (1986), y traducida a 35 idiomas. El libro salió inmediatamente después de la crisis de Chernóbil, aunque lo había redactado antes, pero eso hizo que su impacto fuera inmediato. La tesis fundamental que esbozaba en él era que la modernidad había producido nuevas situaciones de riesgo que afectaban a todos por igual. Una tesis que el sociólogo resumía con la magnífica frase: “el smog es democrático”. Efectivamente, aunque algunos colectivos parten de situaciones más frágiles, ninguno de ellos puede escaparse a las nuevas situaciones de riesgo que ha generado la modernidad, de la misma forma que tales situaciones ya no pueden resolverse mediante el recurso a medidas aisladas por parte de los Estados nacionales. Esos nuevos riesgos sólo podrían evitarse a través de una constante acción preventiva más allá de las fronteras. La sociedad del riesgo es, en suma, un efecto más de la modernidad y su desarrollo tecnológico y presupone una constante acción anticipatoria de las posibles consecuencias no previstas de dicho desarrollo.
Con posterioridad, el sociólogo volvería a algunas de las posiciones señaladas en dicha obra, pero trasladándolas a nivel global, por ejemplo, en La sociedad de riesgo mundial (2007). El problema de hoy no sería ya tanto la persistencia de riesgos –cambio climático, energía nuclear, crisis financiera, flujos de inmigrantes masivos-, sino la diferente percepción de los mismos según los países y sus intereses puntuales. La “constante guerra preventiva” frente a los nuevos peligros es global y exige, por tanto, medidas apoyadas sobre un consenso mundial entre los países, pero la ideología dominante, el neoliberalismo, que antepone el negocio a los riesgos, impide que acaben de concretarse en medidas globales eficaces para combatirlo. De ahí que se produzca un “choque de culturas de riesgos” en vez del “choque de civilizaciones” anticipado por Huntington. A ello contribuye también nuestro “déficit de conocimiento”, la imposibilidad de definir con certidumbre absoluta el nivel exacto de los riesgos, lo cual permite refugiarse detrás de todo tipo de racionalizaciones para no adoptar según qué medidas. El cambio climático es un buen ejemplo a este respecto.
La reflexión sobre la sociedad del riesgo pasó enseguida a formar parte de un análisis más general sobre los cambios que se venían produciendo en eso que él calificaba como “segunda modernidad”. Beck fue un activo analista del cambio social en las sociedades desarrolladas, marcadas por la individualización y una creciente capacidad “reflexiva” para la construcción autónoma de las biografías de los nuevos sujetos. Estos ya no aparecían inmersos en estructuras, grupos o clases, sino que construían su identidad a partir de procesos de decisión autónomos, el sujeto se “auto-bricolaba” , se autodiseñaba. En esto coincidió bastante con Anthony Giddens y su grupo de la LSE, con quienes mantuvo siempre un contacto directo y les permitió construir una especie de cártel académico que tendría una enorme influencia sobre movimientos tales como la Tercera Vía de Blair o la Neue Mitte de Schröder. Con aquellos compartía el afán por desentrañar los desafíos de la globalización, y la idea de que la teoría social dejara de ser una especialidad académica para convertirse en un instrumento con el que el público tomara conciencia de la nueva situación del mundo.
Por eso Beck pertenecía a esa clase de sociólogos que, como Bauman, se preguntaban sobre el uso y la utilidad de la sociología. De ahí su afán casi obsesivo por interrogarse constantemente sobre las herramientas conceptuales con las que nos dotamos para entender ese mundo. A este respecto, en un artículo publicado en El País en agosto de 2013 y a raíz de las revelaciones de Eduard Snowden, Beck sentenciaba una lógica del riesgo completamente distinta donde lo que se ponía en riesgo era nada más y nada menos que nuestra libertad. Para calibrar la envergadura de estos cambios, afirmaba Beck, había que plantearse si “nosotros, como científicos sociales, hombres corrientes y usuarios de estos instrumentos de información digital, ya nos hemos dotado de conceptos adecuados para describir cuán profunda y fundamentalmente se han transformado la sociedad y la política”. Y añadía “creo que carecemos aún de categorías, mapas y brújula para ese Nuevo Mundo”.
Por eso no sería aventurado afirmar que en Beck se dieron cita dos grandes esfuerzos. El primero, iría dirigido a comprender el mundo contemporáneo y dar cuenta de los peligros y ambivalencias de esta nueva modernidad tecnológica, reflexiva e individualizada. Los avances habían sido muchos, pero, a parte de los riesgos ya vistos, tales avances no habrían desembocado necesariamente en la realización de las promesas de la “primera” modernidad, como pudieran ser la creación de mayores cotas de solidaridad y democracia. El segundo de sus grandes esfuerzos y en parte derivado del anterior, buscaba además de comprender el mundo, transformarlo. Para ello puso todo su empeño en desarrollar un nuevo cosmopolitismo que dejara atrás lo que él denominó “nacionalismo metodológico”, con su amplia proliferación de “instituciones zombis” incapaces de afrontar los nuevos desafíos.
La crisis europea no hizo sino confirmarle en sus hipótesis, y sus últimos ensayos se centraron en reivindicar una mayor unificación europea y en criticar la política de su país en la gestión de la misma. Junto a Habermas se lamenta de que se esté apuntalando una Europa alemana (2012), estancada además en esa “estela de la tecnocracia”. El mayor objeto de sus críticas fue la propia canciller alemana, A. Merkel, cuya indecisa posición por resolver los problemas planteados respondería, a su juicio, a una maquiavélica “duda premeditada”, a un no-decidir estratégico. De ahí que le diera el nombre de “Merkiavelli”. Su propia respuesta a la crisis la reflejó en un manifiesto que publicó junto con D. Cohn-Bendit, “Somos Europa”, en el que apuesta por una integración más profunda del continente. Previamente ya había planteado la necesidad de crear partidos europeos que concurrieran en las elecciones nacionales de los diferentes países de la UE para ir creando más Europa de abajo arriba.
Sin duda, aquello por lo que este prolífico autor será recordado en la teoría sociológica es por haber anticipado lo que en tiempos futuros ya será una evidencia, la necesidad de contrarrestar los desafíos de la globalización con un nuevo espíritu político, eso que ya desde los estoicos recibió el nombre de cosmopolitismo. No como una alternativa a los sentimientos nacionales, sino como el complemento imprescindible para hacer frente a los peligros y riesgos de esta nueva modernidad que hasta que él apareciera estaba tan huérfana de teoría.
Publicado originalmente en El Diario (España), 4 enero 2015.