Mónica Hirst y Juan G. Tokatlian
Comprender el lugar y rol de América Latina en el sur global nos remite a reflexiones breves sobre el propio colectivo de países que se rotula bajo este concepto. En el presente es fundamental remarcar la heterogeneidad del sur global en un orden carente de una hegemonía global plena. Observamos una diversidad previamente ya existente del tercer mundo durante la guerra fría, aunque con una notable diferencia: el crecimiento económico sostenido de algunos países de la otrora periferia, el incremento de sus atributos de incidencia internacional y su voz más audible en foros mundiales obliga a ser más cautelosos en la utilización de tal metacategorización. Desagregar y precisar esa variedad del sur global nos parece esencial. Si el tercer mundo fue un observador de la agenda de Occidente, son cada vez más numerosos los países del sur global que aspiran a ser, sin desconocer las ecuaciones de poder existente, formuladores de la agenda.
Cómo es el sur global
El sur global es multirregional y multidimensional y está compuesto de regímenes políticos diferentes; no suele tener sus casas enteramente ordenadas; expande y diversifica su gravitación en la economía mundial; conjuga episódicamente los intereses y la agencia de sus protagonistas más activos; posee altos niveles de desigualdad doméstica; se despliega mediante conductas externas que responden a incentivos diversos; y procura, sin necesariamente una coordinación diplomática sistemática, una mejor repartición de poder y de influencia en el plano mundial.
A grandes rasgos, es posible hablar de países que sostienen una resistencia, con niveles diferentes de indocilidad hacia el Occidente, y países que mantienen una cercanía con Occidente con niveles disparejos de apego. Ahora bien, en ambos casos y en función de la creciente rivalidad EE.UU.-China, un gran número de naciones, independientemente de sus capacidades, tamaño y localización, rehúsan identificarse, y menos alinearse, con alguno de los actores principales en disputa. Si bien ello pueda traducir cierta ambivalencia, tal prudencia se explica hoy día por trayectorias internacionales que testifican creciente dosis de racionalidad y realismo más que el corolario de actuaciones motivadas por ideales y posturas ideológicas.
Lo evidente es que los actores del sur más dotados –por sus atributos económicos, diplomáticos, militares, tecnológicos, simbólicos, entre otros– están insatisfechos con el orden vigente. Pero no todos son, o anhelan ser, revisionistas; lo que significa la adopción de estrategias orientadas a constreñir las cartas ofrecidas por los polos de poder y a incrementar caminos que privilegian la autonomía. Más que representar un desafío sistémico, son un conjunto variopinto de protagonistas que operan de modo dual: para seguir ascendiendo necesitan apoyarse en los núcleos de poder establecidos, pero también deben diferenciarse de ellos para crear pilares propios de actuación que reafirmen sus intereses nacionales y su soberanía. La opción de tomar este camino por vía de un regionalismo constructivo puede, o no, sumarse a tal esfuerzo. En todo caso, el reto de Occidente, en conjunto, como el de China también, es aceptar o asimilar el ascenso de una periferia distinta a la del pasado y con ello no tratar, como dijo en 1958 A.F.K. Organski en World politics, de “mantener en su lugar” a los inquietos y asertivos poderes del sur global.
Antecedentes y presente
La presencia de América Latina en el sur global ha tenido sus especificidades, ya sea en función de su ubicación estratégica internacional o de las diferencias intrarregionales producidas por su historia y sus identidades étnico-culturales. La realidad latinoamericana ha estado marcada por las condiciones de asimetría en la estructura de poder mundial. Es importante destacar que la región fue parte de la primera ola de descolonización en un tiempo histórico previo a que el sistema liberal estuviera arraigado como marco predominante del orden internacional. En esta secuencia, América Latina ingresa a Occidente como “polo excéntrico”, en palabras de Octavio Paz, antes de que el mundo en desarrollo, como se le conoció en los años cincuenta, se hubiese configurado. Además, esta región se vio obligada a convivir con un centro de poder –EE.UU.– aún en formación que, en nombre de su excepcionalismo, se autoasignó el derecho de preeminencia excluyente en toda América.
Durante las primeras décadas del siglo XX, la región, con algunas excepciones, mantuvo una relativa distancia del mundo eurocéntrico y sus profundas crisis que llevaron a dos guerras mundiales. América Latina sí participó activamente en la edificación del multilateralismo de la segunda posguerra que contribuyó a la institucionalización de un ordenamiento internacional comprometido, por entonces, con la paz mundial. Tal actuación precedió al comienzo del conflicto Este-Oeste a partir del cual aquella arquitectura pasó a mimetizarse, en Occidente, con el ideario del internacionalismo liberal. América Latina y Europa del Este serían encuadrados como áreas de influencia opuestas –presumiblemente estables y potencialmente previsibles–; lo que se tornó una característica indeleble del orden bipolar de la guerra fría.
La bipolaridad favoreció parcialmente una articulación interregional del mundo en desarrollo que empieza a configurarse y ampliarse a partir de la segunda ola de descolonización. Latinoamérica observó más bien con indiferencia la llegada de nuevas naciones a la comunidad internacional, enredada en las dinámicas derivadas de la hegemonía que EE.UU. imponía. La irrelevancia estratégica no impidió que, en el sur del continente, en particular, el ideario desarrollista ganara espacio sumándose a un discurso crítico, que ya primaba en el tercer mundo, frente a las condiciones desiguales del comercio internacional. Las orientaciones programáticas de la Cepal (Comisión Económica para América Latina y el Caribe) y la participación en la UNCTAD (Conferencia de la ONU sobre Comercio y Desarrollo) fueron emblemáticas en esa trayectoria. Ahora bien, cabe aclarar que la región brilló por su ausencia en la fundación y primeros años del Movimiento No Alineados (Mnoal) y, con la excepción del alto perfil de Cuba, mantuvo una presencia esporádica, desprovista de un impulso coordinado. Pero ello no impidió que la región compartiese de manera puntual varios de los principios orientadores del Mnoal, como se demostró con la tercera posición de Argentina formulada en los años cincuenta, el neutralismo y la política externa independiente de Brasil en los sesenta y el tercermundismo de México en los setenta. Es crucial subrayar que estas afinidades tenían lugar a partir de enormes diferencias en cuanto al lugar ocupado en el tablero estratégico mundial ya que, con la excepción del impacto producido por la revolución cubana, la región jamás mereció la misma atención que los países africanos y asiáticos en la disputa EE.UU.-URSS.
Festín liberal
La caída del muro de Berlín en 1989 representó un festín liberal a nivel mundial que prontamente se articuló con lo que se designó como la tercera ola democrática, con reflejos en diferentes latitudes. Esta tercera ola significó la liberalización de regímenes políticos en unos treinta países generando nuevas expectativas de entrelazamiento entre procesos domésticos y transformaciones del orden internacional. Raudamente los países de Europa del Este y varios en América Latina se alinearon al colectivo occidental y sostuvieron con entusiasmo las banderas del internacionalismo liberal. Sin embargo, fueron contrastantes los beneficios materiales puestos a disposición de una y otra región por las potencias occidentales, para atenuar los costos y ajustes del acoplamiento al liberalismo. Los países de Europa Oriental rápidamente se beneficiaron del proceso de inclusión a la Unión Europea, mientras América Latina encaró los desafíos de sus procesos de democratización en forma simultánea a las restricciones impuestas por la apertura, la desregulación, la privatización y la extranjerización de sus economías. El contexto de profundos retos internos no impidió que la región avanzara en la construcción de un ambiente de paz y cooperación intrarregional. Valga la pena mencionar la concertación política que condujo al proceso de paz en Centroamérica, la desnuclearización de la región acompañado por los compromisos de no proliferación entre Argentina y Brasil y, posteriormente, la coordinación político-militar en operaciones de paz en el marco de la ONU, con ejemplos destacados como la Minustah (Misión de Estabilización de las Naciones Unidas en Haití) y la verificación de la desmovilización en Colombia.
Son aún limitados en número y profundidad los análisis sobre los puntos de contacto entre las regiones del sur durante los primeros años de la posguerra fría. Habrá que conocer con mayor detalle y más comprensión cómo América Latina, África y Asia convivieron con el triunfalismo liberal y el avance de la globalización dominada por el capital financiero durante los años noventa, aún condicionados por los efectos latentes de la bipolaridad. Este relativo distanciamiento se revierte a partir del impacto global generado por el 11 de septiembre del 2001. La configuración de un norte aguerrido gana visibilidad con las imposiciones de securitización mundial lideradas por EE.UU. al mismo tiempo que el sur observa sin reacción o mayores adhesiones.
Tras el 11 de septiembre
La pérdida de relevancia estratégica de nuestra región vuelve a ponerse en evidencia durante la guerra contra el terror promovida desde Wa¬shington. Luego de ponerse de espaldas al llamado de apoyo de EE.UU. contra el terrorismo internacional, con la excepción de Colombia, se inicia una nueva etapa de inserción internacional latinoamericana estimulada por impulsos de cambios internos de índole progresista. Las experiencias de Argentina, Brasil, Chile, Ecuador, Uruguay, Bolivia y Venezuela; es decir, esencialmente, de América del Sur, conducen a una etapa de regionalismo proactivo evidenciada con las creaciones de Unasur (Unión de Naciones Suramericanas) y de la Celac (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños). Procesos políticos internos entretanto condujeron a divisiones y fracturas que luego se polarizaron ideológicamente y que, a partir de 2015-2017, llevó a preferencias políticas externas erráticas, fragmentadas y, en ocasiones, cuestionadoras del mismo orden liberal. Esto fue produciendo el contexto de un acelerado vaciamiento del regionalismo latinoamericano después de los breves años de activismo propositivo que no lograron anclar los innovadores proyectos colectivos con una sólida institucionalidad. Mientras algunos países de la región estrecharon sus vínculos con polos de poder confrontativos con las potencias occidentales, China, principalmente, y Rusia complementariamente, otros optaron por la aquiescencia a EE.UU.
Esta nueva geopolítica ha estimulado lecturas políticas alarmistas, muchas de las cuales utilizan lentes de la guerra fría del siglo pasado. En Washington y Bruselas es frecuente el camino fácil de la identificación de naturaleza y alcance de las relaciones sino-estadounidense con la disputa EE.UU.-URSS; una comparación que reproduce interpretaciones maniqueas que dejan afuera nuevas complejidades. Hay por supuesto componentes de la creciente disputa mundial entre EE.UU.-China que inciden en Latinoamérica, pero aún están frescos en la región una forma de pugnacidad como fue la guerra fría que dejaron su huella en las relaciones interamericanas: diplomacia coercitiva, cambio de régimen y soberanía limitada. Vale la pena indicar de paso que la resiliencia latinoamericana frente a tales malas prácticas son la esencia de las diferencias con Europa cuando se analiza y debate la guerra en Ucrania.
La paradoja del siglo XXI es que no estamos ante la disyuntiva de estar unidos o dominados, la encrucijada del siglo XX, sino atrapados en las adversidades impuestas domésticamente y reforzadas regionalmente. Mientras tanto EE.UU. (¿y Europa?) y China utilizan a Latinoamérica como espacio de disputa y explotación de recursos de acuerdo con sus necesidades e impulsos gananciosos.
Salida, voz y lealtad
Habrá que preguntarse primero si el sur global representa una única perspectiva (y narrativa) y si aporta un sentido innovador al sistema internacional en transición. Esta pregunta es pertinente en el caso de los países más beneficiados con la globalización y defensores de ciertos principios del orden westfaliano. La segunda pregunta, que puede ser un corolario de la respuesta anterior, apunta a cuestionar el espectro efectivo de libertad y el espacio de iniciativa que dispone el sur global, o al menos algunos de sus miembros. En este caso, son dos las incertidumbres: ¿cómo evaluar los riesgos de una actuación desmedida? ¿Cómo medir a priori el alcance de su expresión? Lo que sabemos es que los costos de cálculos errados son más altos y duraderos para los países del sur global que para los pertenecen al círculo de poder del norte global.
Sin embargo, las complejidades presentes en la transición del ordenamiento internacional sugieren que sería una simplificación contraproducente clasificar a la contraparte –el norte global– del sur global como un solo bloque de poder. De hecho, los polos de poder que imponen asimetrías al sur se han diversificado. Creemos que para el sur las posibilidades de relacionarse con los polos variarán de acuerdo con la articulación entre asimetrías estructurales y preferencias políticas. En el caso de América Latina, es evidente que la región debe enfrentarse con la dualidad de vínculos de dependencia con EE.UU. y China. Creemos que el abanico de acciones –salida, voz y lealtad– propuesto por Albert Hirschmann para analizar la economía y la política y que remite al tipo de comportamiento en condiciones de insatisfacción, resulta útil. Aquí nos servimos de sus tres alternativas.
América Latina ha sido repentinamente incluida en el radar de las potencias occidentales en su interés por el sur global. Se pueden detectar dos fuerzas motivadoras que dan combustible y se complementan en generar ese interés. De un lado de EE.UU. prevalece la preocupación por la preeminencia amenazada que remite, en parte, a las idealizaciones de la doctrina Monroe que en el 2023 cumple sus 200 años de proclamación. Presencias ajenas –no afirmaciones ofensivas y/o provocadoras de poder e influencia– como la de China son percibidas como amenaza. De otro lado, la súbita atención de Europa está motivada esencialmente por la decepción política causada por la falta de apoyo decisivo y masivo ante la guerra en Ucrania y sus efectos en tanto percepciones diferenciadas entre el norte y el sur sobre temas de seguridad mundial y economía internacional. Gesticulaciones político-diplomáticas desde EE.UU. y la UE indican intenciones, por lo menos en términos de narrativas, de corregir negligencias pasadas consideradas como las causantes del presente desencuentro sur-norte. Mientras el Gobierno del presidente Biden hace un giño al sur global con su potencial inclusión en un proyecto estratégico de recuperación de liderazgo en materia de innovación y crecimiento económico, la UE y algunos gobiernos europeos en particular formulan un mensaje reparador dirigido específicamente para América Latina.
La aplicación del modelo Hirschman es valiosa para visualizar las diferentes opciones de respuestas por parte de los países latinoamericanos en función de antecedentes recientes y circunstancias coyunturales. La creciente insatisfacción con Occidente –que remarcamos a principio del artículo– significa que algunos gobiernos y países pueden optar por no expresar su descontento a la espera de que la decisión de no hacer ruido sumada a su lealtad con EE.UU. y Europa pueda, eventualmente, ser compensada material y diplomáticamente. Otros pueden escoger elevar el tono y el contenido de su voz –y con ello sus intereses– para explicitar su crítica con la expectativa de ser escuchados y tenidos en cuenta pues sus aportes son percibidos como legítimos y necesarios. Aún otros gobiernos y países pueden preferir la salida y a través de eso abandonar el seguimiento o la espera de Occidente pues este poco o nada parece ofrecer en cuanto al bienestar de las sociedades y los proyectos políticos internos.
Vale decir que la crisis del regionalismo latinoamericano se ha transformado en una condición especialmente propicia para que se instale este abanico. La variación de alternativas indica varias cuestiones. Por un lado, la otrora reivindicada pluralidad de la región, tan subrayada en el proyecto político de la Celac en el 2010, ha ido evolucionando, por distintos motivos, en parcelación estéril y contraria al ethos comunitario; todo lo cual ha ido conduciendo a un escenario de sálvese quien pueda: una suerte de unilateralismo periférico costoso. Tal unilateralismo se nutre de una tendencia generalizada de que la diplomacia presidencial (o personal), sea cual sea la orientación política del gobierno, se imponga como un lenguaje corriente de relación intrarregional en detrimento de los instrumentos de la expertise burocrática. Ejemplos recientes, desde el ámbito suramericano reflejan que ello es un obstáculo adicional que impide una agenda mínima de prioridades regionales.
En conjunto, todo lo anterior tiene efectos que amplían los retos de corto y mediano plazo de la región ya que profundizan las disyuntivas hirchmanianas, en detrimento de una actuación colectiva que reactive un proyecto regional/global transformador e innovador. Al mismo tiempo, y en lo que va de este siglo, tanto EE.UU. como China se han convertido, cada uno a su manera, en fuerzas centrífugas que no generan incentivos positivos para la integración y, en consecuencia, ahondan la fragmentación intrarregional. Cuando constatamos que el multipolarismo es una condición cada vez más presente en el orden internacional, y constituye una oportunidad para el sur global, también constatamos en el caso de América de Latina los desafíos para aprovecharla.
.
Monica Hirst es profesora en la maestría de Estudios Internacionales de la Universidad Torcuato di Tella, Argentina, y consultora independiente de política internacional. Juan Gabriel Tokatlian es vicerrector de la Universidad Torcuato di Tella.
Publicado en La Vanguardia (España) el 7 de diciembre de 2023.