Por Fernando García Quero
Desde que el 29 de diciembre de 2019 el gobierno de Wuhan comenzara a contabilizar contagios hasta el 3 de mayo, han fallecido a causa del coronavirus 244.021 personas en el mundo. Teniendo en consideración el mismo periodo temporal, ascienden a 1.066.750 las niñas y niños muertos por desnutrición. Por más que leo, escribo o comento las cifras, cada vez que hablo de ellas consulto de nuevo fuentes oficiales. Es como si mi cerebro no quisiera aceptar la verdad y la revisara con la esperanza de que lo procesado sea falso. 8.500 niños y niñas mueren por desnutrición al día, 354 a la hora, seis al minuto, uno cada 10 segundos.
Si incluimos otras causas evitables la tragedia se duplica, cada cinco segundos fallece un menor de 15 años, superándose así los dos millones de defunciones. Al nombrarlo un escalofrío me paraliza. Lo asumo y continuo como si la cifra aludiera a cualquier otra cuestión, 5.131 coches de segunda mano vendidos, millones de nuevas suscripciones a Disney +, aumentan un 335% las compras de legumbres. La gravedad de lo que significa se diluye en la frialdad de números respecto a muertes ajenas, alejadas. Nada que me incumba. Puedo incluso engañarme. Ya aportas tu granito de arena al investigar sobre estudios del desarrollo, me digo.
Esta mañana he decidido hacer algo diferente. Proyectar en este escrito cómo el horror provocado por el coronavirus puede servirnos para extraer algunos aprendizajes de cara a emprender una guerra contra otra pandemia más dañina, la de la pobreza. Y sí, uso lenguaje bélico. En cuatro meses China parece haber controlado la pandemia. En la mayoría de los países europeos, incluyendo España, las cifras comienzan a ofrecer la misma interpretación. ¿Cómo puede ser que tras 70 años del comienzo de la cooperación internacional, y disponiendo de la capacidad alimentaria suficiente, las muertes por hambre no se erradiquen?
Mi respuesta es taxativa, las ideas, las recetas y las estrategias internacionales contra el hambre son inadecuadas. Y lo son porque abordan la pobreza tratando sus síntomas, no las causas profundas que la producen. Este enfoque, focalizado en lo paliativo dio origen a los Objetivos de Desarrollo del Milenio y continúa siendo central en la Agenda 2030 para el Desarrollo Sostenible. El éxito de esta nueva mirada se pone de manifiesto en la otorgación del último Premio del Banco de Suecia en Ciencias Económicas en memoria de Alfred Nobel a Esther Dufló, Abhijit Banerjee y Michael Kremer, máximos referentes de la economía experimental del desarrollo y los ensayos aleatorios estandarizados.
Imagínense ustedes que para combatir la covid-19 solo contásemos con personal sanitario muy eficiente, superávits de equipos de protección, respiradores y camas en hospitales…Mejorarían los efectos sobre las personas infectadas, pero sin disminuir los contagios. Porque no basta con buenas técnicas, también hacen falta políticas públicas para gestionar infraestructuras, desplazamientos, la producción y distribución de material. Y, por supuesto, medidas contundentes para evitar que los sectores más vulnerables se vean perjudicados. Paradójicamente, disponer de recursos sin políticas gubernamentales como las expuestas, multiplicaría la expansión del virus y provocaría muchas más muertes.
Con la pobreza mundial pasa lo mismo. No es la maquinaria de un reloj que pueda arreglarse con alicates de presión, pasadores, tornillos y silicona. Terminar con ella no es cuestión de implementar mejores experimentos de campo o invertir más recursos, sino de una estrategia internacional ambiciosa que permita una mejora continuada en los salarios reales de la mayor parte de la población. Las causas principales de las muertes por desnutrición no son los desperdicios en el norte, la escasez de oferta o los incentivos mal diseñados, sino la falta de capacidad adquisitiva. Y la historia del Desarrollo Económico desigual, es decir, de cómo se enriquecieron los países ricos y por qué los países pobres siguen siendo pobres, marca el camino para eliminar la pobreza: maximizar los salarios reales en lugar de los beneficios. Con este fin es necesario poner en marcha actividades con rendimientos crecientes (los costes decrecen al ir aumentando el volumen de producción). Algunos ejemplos para ello, como muestra la historia de Inglaterra, EE. UU., Alemania, Francia, Japón y Corea del Sur, serían los altos niveles de competencia interna, la regulación de las transferencias tecnológicas importadas para evitar dependencias, la distribución adecuada de la tierra, la manipulación schumpeteriana del mercado y potenciar la industria nacional entre otras medidas.
Como puede apreciarse, estos instrumentos de política económica centran la discusión en la estructura productiva del país, no en una economía paliativa. Pese a que la evidencia empírica avala estos hallazgos, muchas de las políticas impulsadas o recomendadas por organismos internacionales van en la dirección opuesta y, más allá de las buenas intenciones, ni tan siquiera visibilizan estas discusiones.
Es como si los aprendizajes de la experiencia italiana o china para frenar la covid-19 fueran en la línea de evitar el confinamiento y prohibir el uso de equipos de protección a los sanitarios. La solución no es solo crear inodoros que sin agua conviertan las heces en fertilizantes, si al mismo tiempo no se eliminan las leyes de patentes que impiden mejorar innovaciones tecnológicas en los países empobrecidos. También es necesaria la adopción de compromisos vinculantes por parte de los Estados que asumen la Agenda 2030. Estos compromisos pueden ir desde no firmar acuerdos comerciales (o migratorios) de ningún tipo con gobiernos que violen los derechos humanos fundamentales, o limitar sus huellas ecológicas por encima de la capacidad regenerativa de sus territorios, hasta potenciar y permitir una estrategia industrial en los países empobrecidos.
Por desgracia la situación actual está agudizando una trágica contradicción: una necesidad cada vez mayor de instituciones globales con capacidad jurídica y política, con el predominio del “sálvese quien pueda” en las acciones comunitarias, nacionales e incluso autonómicas. Este es el escenario mundial en la cooperación internacional al desarrollo y en la lucha contra la covid-19. Tenemos que revertirlo urgentemente. Por supuesto mi máxima admiración por el personal que trabaja con el objetivo de acabar con el hambre y por las personas que donan material imprescindible para ello. También por los Nobeles de economía, y los que inventan inodoros. Todos ellos y ellas, siempre y cuando se financien por criterios coherentes de Responsabilidad Social Corporativa y no busquen subterfugios legales para proteger sus intereses, se merecen aplausos en los balcones, digamos a las 20.00 de cada día. Pero con eso no basta.
Fernando García-Quero es profesor e investigador de la Universidad de Granada en la Facultad de Ciencias Sociales y Jurídicas; campus de Melilla; departamento de Economía Aplicada.
Publicado originalmente en El País, Madrid, 6 mayo 2020.