Fernando Luengo
Encabezo el texto con una pregunta que, a la luz de las fracturas económicas, políticas y también miltares que están sacudiendo la escena internacional, parecería tener una contestación obvia: en efecto, la globalización ha quedado atrás. Pero hay otra pregunta previa, que resulta esclarecedora y que, en mi opinión, es necesario formularse: ¿de qué globalización estamos hablando?
Hay que precisar, en este sentido, que la que, con carácter general, hemos conocido desde la década de los 80 del pasado siglo, con el triunfo del neoliberalismo, ha sido muy distinta de la proclamada por sus defensores más entusiastas. En ésta todos ganaban, especialmente las economías más rezagadas y los grupos de población más vulnerables, en un contexto donde la apertura generalizada de los mercados, si se afrontaba con decisión, proporcionaba un plus de crecimiento, cuyo motor era la obtención de avances sustanciales en la productividad, tanto del trabajo como del capital.
Esta era la teoría, que ha quedado muy lejos de la realidad, la cual tiene que ser necesariamente la referencia de cualquier análisis. Y esta realidad nos dice que la globalización realmente existente situó a gobiernos, empresas y ciudadanía en condiciones muy desiguales a la hora de capturar los beneficios y soportar los costes derivados de la internacionalización de los mercados.
Una globalización que ha avanzado y se ha articulado alrededor de los dictados (económicos, políticos, militares y culturales) de Estados Unidos y del hundimiento del bloque comunista; en la existencia de un terreno de juego profundamente desnivelado, que ha privilegiado a las grandes fortunas y corporaciones, a los países con mayor potencial competitivo y a la industria financiera -motor indiscutible del proceso globalizador y principal, pero no única, ganadora del mismo-; en la imposición de restricciones al mundo subdesarrollado y que ha cargado los costes sobre las poblaciones y las economías más vulnerables. Una globalización que, lejos de impulsar la convergencia, ha intensificado las disparidades sociales, productivas y territoriales y ha enriquecido a las elites. Esta y no otra debe ser la referencia a la hora de analizar los cambios que se están produciendo en la operativa de los mercados globales.
Si nos centramos en lo ocurrido en los últimos años, es cierto que el crecimiento de los flujos globales se ha ralentizado y en algunos casos se ha estancado o ha retrocedido, pero, en conjunto, los intercambios comerciales, las operaciones financieras y las inversiones extranjeras directas se han mantenido en cotas elevadas. Más aún, las operaciones de comercio e inversión relacionadas con el universo digital y los intangibles, y las corporaciones que las protagonizan, han progresado a buen ritmo. Podemos decir que, lejos de la exuberancia de las décadas de hiperglobalización, los movimientos transfronterizos continúan jugando un papel trascendental en la dinámica capitalista. Y lo seguirán haciendo. Resulta evidente, en todo caso, que, como señalaba al comienzo del texto, las tensiones y fracturas en el panorama global son trascendentes y de gran calado, y están definiendo nuevas reglas y un nuevo campo de juego.
Así, la pandemia, más allá de las dramáticas consecuencias que ha tenido a corto plazo (cierre de las fronteras y colapso de los mercados, desbordamiento de los sistemas de salud pública…), ha desnudado las debilidades de una economía mundial conectada a través de las cadenas globales tejidas por las empresas transnacionales, ha mostrado los límites de un capitalismo sostenido en las lógicas productivistas que han dado lugar a una relación depredadora con la naturaleza, situando la degradación de los ecosistemas y el cambio climático en niveles históricos, y ha revelado, en fin, la ausencia de instituciones globales con capacidad (y voluntad) de enfrentar una crisis que ha llevado la desigualdad hasta cotas desconocidas.
Por su parte, la invasión de Ucrania por Rusia y la guerra que ha generado también han tenido (y tienen) consecuencias muy importantes en la configuración de la escena global. La prolongación, el agravamiento y la posible extensión del conflicto suponen un factor de enorme incertidumbre que, inevitablemente, afecta a la configuración de los mercados y a las estrategias y alineamientos de países y empresas, cobrando una gran importancia las consideraciones geopolíticas. Asimismo, el protagonismo de Estados Unidos, de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) y del complejo militar-industrial, y la subordinación de las instituciones y los gobiernos europeos, así como de las políticas comunitarias, a ese triángulo de intereses, es otro importante vector del nuevo escenario. Y, por supuesto, la política de exterminio que están ejecutando el gobierno y el ejército de Israel contra la población palestina, como respuesta, devastadora y criminal, al atentado de Hamás, abre un frente de tensión en la región y a escala global de imprevisibles consecuencias económicas, políticas y militares.
Pero antes de que irrumpiera la pandemia y estallaran las guerras ya estábamos viviendo tiempos convulsos, de enfrentamientos y de grandes transformaciones que estaban afectando a la articulación de los mercados globales y a los equilibrios de fuerzas, implicando todo ello una profunda reestructuración del statu quo.
Por un lado, la pugna por la hegemonía entre una potencia en claro ascenso a lo largo de las últimas décadas, que se reivindica como un poderoso actor global -China-, y otra -Estados Unidos- que ha registrado un evidente declive y cuya hegemonía está siendo abiertamente cuestionada. Una pugna entre ambas potencias -productiva, tecnológica, comercial y financiera-, que podría presentar una dimensión militar; la administración estadounidense y su brazo armado, la OTAN, están moviendo las piezas en esa dirección y, en este sentido, la guerra de Ucrania podría ser la antesala de un enfrentamiento con China. En este contexto, el grupo de los BRICS (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica) -al que recientemente se han sumado nuevos países (como Arabia Saudí, Irán, Emiratos Árabes Unidos y Etiopia), permaneciendo otros tantos pendientes de ingreso- intentan reforzar su peso político y económico, tomando distancias del gigante estadounidense (son muy relevantes, por ejemplo, las iniciativas tomadas en el ámbito monetario para reducir el protagonismo del dólar en sus transacciones recíprocas).
La otra dimensión que se superpone con la anterior y que marca lo que podríamos denominar como geopolítica del conflicto es el acceso a los minerales, tierras raras y otras materias primas y productos esenciales, como los microprocesadores, para la reconversión tecnológica y energética en curso y para sostener los nuevos patrones de consumo y movilidad. Unos recursos cuya oferta no sólo está muy lejos de atender a una demanda cuyo crecimiento es, y lo será más en los próximos años, exponencial, sino que también se encuentra muy concentrada en algunos países y regiones. Destaca, en este sentido, que China, además de un gran consumidor de este tipo de insumos, es un decisivo proveedor de los mismos en el mercado mundial, también clave en el abastecimiento de las economías europeas y estadounidense. Las tensiones oferta/demanda son y serán inevitables.
Asistimos, pues, a transformaciones profundas a escala global en un escenario altamente inestable e incierto. En todo caso, conviene destacar, para cerrar esta reflexión, que permanecen intactos o aun reforzados dos de los rasgos básicos de lo que antes refería como globalización realmente existente. No cabe hablar en este sentido de “desglobalización”, ni, por supuesto, certificar su desaparición.
El primero de ellos es que las empresas transnacionales continúan siendo, antes y ahora. los actores fundamentales de los mercados globales. Más poderosas que nunca, fruto de un proceso de concentración empresarial que no ha dejado de intensificarse, imbricados cada vez más sus intereses con los de los Estados nacionales y las organizaciones internacionales con el propósito de beneficiarse de recursos públicos y regulaciones. Están actualizando y redefiniendo sus estrategias para reforzar su posición privilegiada, reestructurando parcialmente sus cadenas de creación de valor -productivas, comerciales y financieras- buscando emplazamientos adecuados, tratando de asegurar suministros y mercados, teniendo en cuenta las nuevas coordenadas geopolíticas y militares, así como las rivalidades y alianzas entre países y bloques.
El segundo de los rasgos a tener en cuenta es que el modelo económico imperante continúa instalado, a pesar de la retórica del “capitalismo verde” y de la necesidad de enfrentar el cambio climático, en la lógica del crecimiento como objetivo supremo de la política económica y como certificación de su éxito. Una lógica que a escala global se traduce inevitablemente en una intensa pugna por el control de las materias primas y las fuentes de energía, la desregulación de los mercados laborales y la competencia entre los trabajadores y el sometimiento de los Estados a las exigencias de la acumulación del capital.
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Publicado en El Salto (España), 3 noviembre 2023.