El período de la Guerra Fría
Las Naciones Unidas, quizás de forma inevitable, empezaron a distanciarse pronunciadamente de las grandes expectativas que suscitó su creación. La organización mundial de seguridad prevista en la Carta de las Naciones Unidas, que se basaba en la perpetuación de la victoriosa alianza contra la Alemania nazi, no prosperó debido al rápido crecimiento de las desavenencias entre la Unión Soviética y sus aliados occidentales. El Consejo de Seguridad de las Naciones Unidas, al que se confió el mantenimiento de la paz y la seguridad internacionales, pronto se vio paralizado por la incapacidad de sus Miembros permanentes para adoptar decisiones sobre cualquier cuestión en la que consideraran que sus intereses estaban en peligro1. El hecho de que esta “guerra fría” no se convirtiera en una guerra caliente no se suele atribuir a las Naciones Unidas, sino al “equilibrio del terror” que existía entre las dos superpotencias, que contaban con armas nucleares y eran igualmente susceptibles de ser destruidas en un conflicto directo. La labor del Secretario General U Thant a la hora de ayudar a prevenir un conflicto de esta índole durante la crisis de los misiles de Cuba de 1962 se ha ignorado enormemente, a pesar de que en la época ambas superpotencias la reconocieron por escrito.
El desarrollo de la función de los “buenos oficios” del Secretario General para evitar el conflicto mediante una diplomacia discreta (no expresada en la Carta, aunque tal vez implícita en el Artículo 99) fue, desde luego, uno de los logros de las Naciones Unidas durante el período de la Guerra Fría, aunque por su naturaleza apenas se habla de ello y su eficacia es difícil de medir o incluso de demostrar. La prevención nunca puede probarse, pues los resultados hipotéticos son, por definición, inciertos. Otro éxito fue la improvisación de la labor de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, que con frecuencia fue un elemento primordial que permitió a las partes beligerantes acordar y cumplir una tregua o alto el fuego, ya que fomentó la confianza de ambas partes en que la otra no podría iniciar un nuevo ataque sin ser detectada.
Las superpotencias también pudieron ponerse de acuerdo, de vez en cuando, en las resoluciones del Consejo de Seguridad encaminadas a estabilizar partes del mundo donde no podían tener la certeza de controlar a sus respectivos aliados, en especial el Oriente Medio, donde dichas resoluciones consagraron las condiciones de los alto el fuego y establecieron los principios para un arreglo político futuro, en 1967 y, de nuevo, en 1973.
Otro logro de este período, ampliamente citado, es la descolonización, a pesar de que se podría decir que se debió más a la determinación de los pueblos colonizados y a que las potencias coloniales asumieron gradualmente que el precio físico y moral de mantener un dominio continuo eran demasiado elevados para merecer la pena. Lo que es seguro es que formar parte de las Naciones Unidas se convirtió en una señal o certificado importante de la independencia de un país, así como en una valiosa baza diplomática de la que disponía cualquier Estado cuya integridad territorial se viera amenazada, ya fuera por agresión externa o por secesión interna (o por una combinación de las dos). Eso fue posible gracias a un acuerdo anterior, alcanzado en 1955, relativo a la “composición universal”, que protegía con eficacia a los miembros candidatos de que cualquier superpotencia vetara sus solicitudes por motivos ideológicos. En consecuencia, en la década de 1970 la mayor parte de los pueblos del mundo estaba representada en las Naciones Unidas por gobiernos independientes, y la gran mayoría de los miembros eran países en desarrollo. Como consecuencia indirecta, la China comunista se convirtió en uno de los cinco Miembros permanentes del Consejo de Seguridad.
Por último, se produjeron avances cruciales fuera de la esfera inmediata de la paz y la seguridad: principalmente la aprobación de la Declaración Universal de Derechos Humanos en 1948, a la que siguieron los dos pactos internacionales de 1966 (el Pacto Internacional de Derechos Civiles y Políticos y el Pacto Internacional de Derechos Económicos, Sociales y Culturales); y la creación de fondos y programas especializados en diversas clases de labores humanitarias y de desarrollo (el Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia, el Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Refugiados, el Fondo de Población de las Naciones Unidas, el Programa Mundial de Alimentos y el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, entre otros).
El mundo posterior a la Guerra Fría
A finales de la década de 1980, la ofensiva diplomática de Mikhail Gorbachev, Presidente de la Unión Soviética, proclamó el final de la Guerra Fría y un breve período en el que volvieron a depositarse en las Naciones Unidas grandes esperanzas de conseguir un mundo pacífico y estable. En 1998, el personal de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas fue galardonado con el Premio Nobel de la Paz y en 1990 el Consejo de Seguridad aprobó una serie de resoluciones en respuesta al embargo impuesto por el Iraq a Kuwait, que culminó en la autorización de “todas las medidas necesarias” (esto es, incluso el uso de la fuerza), con lo que en febrero de 1991 una coalición dirigida por los Estados Unidos de América devolvió a Kuwait su soberanía e integridad. Esto pareció estar claramente en consonancia con el espíritu, si no la letra, de la Carta e inspiró al Presidente de los Estados Unidos, George H. W. Bush, a anunciar un “nuevo orden mundial”. Mientras tanto, se fue poniendo fin a múltiples conflictos postcoloniales que las superpotencias habían mantenido encendidos, normalmente mediante acuerdos negociados que implicaban el despliegue de misiones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, ya no como observadores pasivos de un alto el fuego entre dos ejércitos oficiales, sino más bien como asociados encargados de un amplio abanico de tareas (desarme, desmovilización, reintegración, supervisión de elecciones, reforma de los sectores judicial y de seguridad, etc.) en el contexto de complejas operaciones de consolidación de la paz a las que las partes (por lo general facciones rivales dentro de un único Estado Miembro) habían accedido previamente. El Consejo de Seguridad también hizo gala de una sorprendente flexibilidad en este período, permitiendo que la Federación de Rusia ocupara el puesto de la Unión Soviética entre los cinco Miembros permanentes, y aceptando cada vez más su responsabilidad de hacer frente a conflictos dentro de Estados Miembros y entre ellos.
En la década de 1990 se celebraron una serie de extraordinarias conferencias mundiales que convinieron las normas y metas de muchos ámbitos del desarrollo social y económico, desde los derechos humanos y la población hasta la situación de la mujer, cuyo culmen fue la Cumbre del Milenio del año 2000 y la adopción de los Objetivos de Desarrollo del Milenio. Pero en la esfera de la paz y la seguridad se experimentaron altibajos, puesto que el colapso de la Unión Soviética se tradujo en un “momento unipolar” en el que los Estados Unidos se mostraban cada vez más reticentes a prestar atención a las opiniones de otras potencias. El Consejo de Seguridad, que ya no estaba limitado por el antagonismo entre las superpotencias, luchó para refrenar conflictos étnicos en varias partes del mundo, para lo que a menudo aprobó resoluciones poco realistas que atribuían al personal de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas ambiciosas responsabilidades sin proporcionarle los recursos necesarios. Ello dio lugar a una variedad de desastres en Somalia, Rwanda y la ex-Yugoslavia, que mancharon gravemente la imagen de las Naciones Unidas. El “nuevo orden mundial”, según muchos, había demostrado ser un “nuevo desorden mundial”.
Sin embargo, tras un breve eclipse el mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas volvió a ser de utilidad en 1999, cuando dos territorios (Kosovo y Timor Oriental) fueron sometidos a la administración temporal de las Naciones Unidas, en espera de que se resolviera su situación política. Y el año siguiente, un examen exhaustivo de las operaciones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas, presidido por Lakhdar Brahimi, ofreció una base más sólida y realista para los futuros mandatos de dichas operaciones, así como para su organización y reglas de intervención.
Sin duda, el peor revés en la historia reciente de las Naciones Unidas fue la invasión angloamericana del Iraq en marzo de 2003, junto con su resultado, esto es, la destrucción de la sede de las Naciones Unidas en Bagdad el 19 de agosto de 2003, en la que perdieron la vida varios destacados funcionarios públicos internacionales. La decisión tomada por dos Miembros permanentes del Consejo de Seguridad de emprender acciones militares sin la debida autorización, ignorando las opiniones de sus colegas y, de hecho, de la gran mayoría de Estados, no solo ha dado lugar a una crisis cada vez más profunda en el Oriente Medio, caracterizada por un nocivo conflicto sectario, sino también a una persistente desconfianza entre Occidente y el resto del mundo que, aunque no es tan estructural o sistémica como la Guerra Fría, ha conducido a una incapacidad similar para actuar con decisión en crisis en las que las potencias mundiales tienen puntos de vista diametralmente opuestos respecto de los agentes locales. El Miembro permanente que atraiga más críticas puede variar en cada caso (en la Franja de Gaza, los Estados Unidos; en la República Árabe Siria, la Federación de Rusia), pero el sentimiento de desconfianza y acritud es omnipresente. Mientras tanto, está claro que la bandera de las Naciones Unidas ya no protege suficientemente a quienes trabajan en la Organización, ya sea como personal de mantenimiento de la paz o como trabajadores humanitarios. Una serie de agentes no estatales (principal, pero no exclusivamente, en el mundo islámico) consideran ahora que las Naciones Unidas son parte del injusto orden mundial contra el que han alzado las armas, y no muestran ningún reparo en luchar contra sus representantes.
Maneras de avanzar
No todo está perdido. Los cinco Miembros permanentes del Consejo de Seguridad continúan dispuestos a colaborar en ámbitos en los que perciben un interés común, por ejemplo, en las negociaciones nucleares con la República Islámica del Irán, o en África Subsahariana, donde se siguen poniendo en marcha misiones de mantenimiento de la paz de las Naciones Unidas mediante resoluciones unánimes del Consejo de Seguridad que en muchas ocasiones siguen invocando la responsabilidad de proteger, a pesar de la acrimonia que se produjo tras la intervención de la Organización del Tratado del Atlántico Norte (OTAN) en Libia, que muchos consideraron un abuso del poder concedido bajo este título en la resolución 1973 (2011) del Consejo de Seguridad.
Los retos humanitarios continúan siendo abrumadores, en especial dado el número cada vez mayor de personas desplazadas no solo a causa de conflictos, sino de una compleja serie de factores entre los que se incluye el cambio climático. Aun así, independientemente de sus críticas, pocos consideran que un organismo distinto de las Naciones Unidas sea capaz de encabezar y coordinar la respuesta. Del mismo modo, aunque la humanidad todavía no ha encontrado en absoluto una respuesta conveniente a la propia amenaza del cambio climático, en general se sigue creyendo que las Naciones Unidas son el foro inevitable en el que negociar y coordinar dicha respuesta. Es más, los objetivos de desarrollo sostenible que han de aprobarse en otoño de 2015 dispondrán el marco esencial para los esfuerzos conjuntos del mundo destinados a lograr el progreso económico y social en los próximos 15 años.
La necesidad de fortalecer la Organización se hace más patente en el ámbito de la paz y la seguridad. En especial, la agonía de la República Árabe Siria, que se prolonga año tras año, pone en evidencia la determinación de los fundadores de “preservar a las generaciones venideras del flagelo de la guerra”; y la labor de los cinco Miembros permanentes cada vez parece más anacrónica para casi todos los demás Estados Miembros y, evidentemente, para la gran mayoría de los pueblos del mundo. La reforma del Consejo de Seguridad es una cuestión más urgente de lo que muchos dentro de la “burbuja” de Nueva York parecen darse cuenta. Sin embargo, debido a las dificultades que pusieron los fundadores para enmendar la Carta, esto no puede lograrse sin un acuerdo, que implicará que tanto quienes aspiran a convertirse en nuevos Miembros permanentes como los que pretenden negarles esa condición hagan dolorosas concesiones.
Los jefes de Estado y de gobierno tendrán que negociar un acuerdo de estas características, por lo que llevará su tiempo. Mientras tanto, como sugieren The Elders, pueden hacerse pequeños ajustes a la composición para los que no sea preciso modificar la Carta. Los cinco Estados Miembros permanentes del Consejo de Seguridad actuales pueden decidir trabajar más arduamente para llegar a un acuerdo sobre acciones efectivas, en casos en los que la vida y el bienestar de toda la población estén en juego. Los miembros del Consejo de Seguridad pueden escuchar, al máximo nivel, a representantes de la sociedad civil en países o regiones afectadas de manera directa por sus decisiones. Y lo que quizá sea más importante, la Asamblea General puede insistir en que el método para elegir al próximo Secretario General, de cuyo liderazgo dependerá decisivamente el éxito de las Naciones Unidas en los próximos años, sea más justo y transparente.
Notas
1 La principal excepción a esto (la decisión de emplear la fuerza en respuesta a la agresión cometida por la República Popular Democrática de Corea contra la República de Corea en 1950) fue algo insólito, que solo fue posible por la ausencia de la delegación soviética en el Consejo de Seguridad de aquel entonces.
E. Mortimer es periodista, anteriormente editor y redactor en Financial Times y actualmente director de comunicaciones para la oficina del Secretario General de la ONU. Reproducido de Crónica ONU (setiembre 2015).