por Cecilia López Montaño – Si algo no es necesario en Colombia es defender las virtudes de la globalización, porque no solo se reconocen sino que se exageran, como está sucediendo ahora con los tratados de libre comercio. La famosa frase de Stiglitz sobre estos acuerdos, “los costos son a corto plazo y los beneficios a largo plazo”, se ha despreciado desde el mismo momento en que empezó esta política.
Nadie niega beneficios obvios que muchos economistas no mencionan y que tienen que ver no con la economía, sino con la justicia. Pánico total produce entre quienes cargan prontuarios, después de dejar altas posiciones públicas, la existencia de cortes internacionales que actúan cuando la justicia local no hace lo propio.
Para los que no somos abogados, lo que sucedió con Pinochet ha sido un precedente que demuestra las bondades de la globalización en este campo. Pero sin duda hay muchas ventajas que esperan lograrse, como la ampliación de los mercados para productos y servicios locales y, obviamente, los beneficios para los consumidores, que disfrutan de una ampliación de la oferta con precios favorables. La competencia internacional asegura que se cumpla este hecho, afirman sus defensores.
Pero lo que se ignora son los costos de esta nueva realidad mundial, que con mucha frecuencia recaen sobre los más débiles: los países pobres, las mujeres, las actividades intensivas en mano de obra. Como siempre, Rodrigo Uprimny maneja este tema con gran propiedad cuando se refiere a lo sucedido en Bangladesh, donde más de mil mujeres, pésimamente remuneradas, murieron bajo los escombros de una fábrica que suministraba sus productos a las grandes marcas de ropa que sobresalen en el mercado internacional. Y menciona Rodrigo que, así como en la Revolución Industrial fueron los niños, ahora son las mujeres las víctimas de la globalización. Sin duda, en otro tipo de actividades de carácter global habrá hombres que sufren consecuencias similares: salarios de hambre, horarios interminables, carencia de seguridad social y otros grandes pecados de este sistema de producción.
Desde la mirada de la economía, el tema de fondo tiene que ver con la concepción actual que existe sobre la mano de obra y sobre su papel en la producción. Como lo que se ha venido vendiendo, y que empieza a ser revaluado, es la no importancia del mercado interno y la absoluta ventaja de exportar, la mano de obra dejó de considerarse como una demanda potencial para convertirse sencillamente en un costo de producción. Costo que tiene que ser el menor posible, para aumentar la rentabilidad del negocio. Y, como lo menciona Rodrigo, ahora que los trabajadores no son los consumidores y ahora que están al otro lado del mundo a diferencia de antes, cuando las economías eran cerradas, se puede explotar esta mano de obra, ante el beneplácito de muchos gobiernos. Y como las mujeres son la parte más débil de la cadena, se les aplica con mayor rigor esta regla.
En el 2004, Amit Bhaduri y Robert Rowthorn plantearon lo siguiente, que hoy adquiere particular importancia: “Las relaciones entre empleo y comercio son muy complejas; el vínculo entre empleo y comercio tiene que considerar el tema de la flexibilidad laboral, muy positiva para la demanda externa y (…) mala para la demanda interna”. En ese foro, patrocinado por Joseph Stiglitz en Nueva York, se planteaba como el hecho más relevante el resurgimiento del mercado interno como elemento clave, no solo para el crecimiento económico sino para la reducción de la pobreza y la desigualdad.
Con el sacrificio de estas mujeres en Bangladesh ha quedado en evidencia una de las garras de la globalización: la explotación con bajos salarios y esquemas flexibles de contratación de los trabajadores, especialmente mujeres, pero también hombres de los países pobres y en desarrollo. ¿No estamos ya en algo de eso en Colombia, y por esa razón tenemos la mayor informalidad laboral de América Latina?
Publicado originalmente en El Tiempo, Bogotá (Colombia), el 9 junio 2013. Se reproduce aquí con fines informativos y educativos.