por Eduardo Gudynas – La figura del economista Joseph Stiglitz aparece cada vez con más frecuencia como referencia y fuente de inspiración para muchos que defienden nuevas políticas de desarrollo. Estamos en una situación donde un economista tradicional aparece como figura invocada desde los más diversos movimientos alternativos. Hay algo raro en todo esto: Stiglitz no deja de ser un economista convencional, no es el defensor de ningún cambio radical ni revolucionario en la economía del desarrollo, por el contrario sus posiciones casi siempre están ancladas en la tradición liberal.
Es cierto que Stiglitz ha atacado duramente varias posturas económicas actuales. Pero es necesario poner sus cuestionamientos en perspectiva. Su figura cobró notoriedad por sus agudas críticas al Fondo Monetario Internacional (FMI), y en especial a cómo se aplicaban algunas recetas del ajuste estructural. Si bien su libro más popular, “El malestar en la globalización”, publicado en 2002, apela a un título que invoca una revisión de todos los procesos globales actuales, lo que en realidad prevalece en sus páginas son cuestionamientos y denuncias sobre el comportamiento del FMI. Hay mucho de rencillas y celos personales propios de la comunidad internacional de Washington.
Stiglitz parte de una visión estrecha de la globalización. La define como un proceso económico entendido como la “supresión de las barreras al libre comercio y la mayor integración de las economías nacionales”, donde su “potencial” es el “enriquecimiento de todos, particularmente los pobres”. Esta es una globalización esencialmente económica, que en sí misma tiene una potencialidad positiva que no está en discusión, sino que el debate debería centrarse en la forma de “gestionarla”. A partir de esas ideas, en “El malestar en la globalización”, carga especialmente contra el FMI. Casi todo lo que allí se dice es cierto; desde la miopía en la aplicación de instrumentos hasta la arrogancia de sus funcionarios presionando por reformas estructurales.
Pero Stiglitz no avanza en cuestionamientos similares sobre la institución hermana del fondo, el Banco Mundial. Recordemos que este economista estuvo en un alto cargo en ese banco desde 1997 a enero de 2000. Stiglitz tiene una visión bastante simplista del Banco Mundial, ya que lo presenta como una institución que depende de las decisiones del FMI, y no aborda adecuadamente su papel como promotor de las cartas y programas de desarrollo, bajo los cuales se diseñaban desde las reformas de la seguridad social a las inversiones en infraestructura. Si bien son menos conocidas que las famosas cartas de intención y los programas de ajuste estructural del FMI, los acuerdos con el banco, tanto bajo la forma de programas de desarrollo como de préstamos estructurales, fueron los responsables de la profundización de las reformas de mercado hasta hace pocos años atrás. En los años de Stiglitz no se registraron mejoras sustanciales para revertir los impactos sociales y ambientales de los proyectos financiados por el banco, tampoco mejoraron las condiciones de transparencia y acceso a la información.
Los reportes del Banco Mundial, y en especial sus informes anuales sobre el desarrollo mundial, siguieron la misma prédica. Es cierto que el volumen sobre la pobreza (2000/2001) estuvo en el centro de una cierta polémica, con la participación de Stiglitz, pero de todas maneras el acento estaba puesto en las reformas de “segunda generación”. En los años de Stiglitz en el Banco Mundial también se completó la serie de propuestas de reformas estructurales para América Latina, lideradas desde a oficina del economista jefe para la región. En esos años apareció el conocido trío de publicaciones de Shahid, J. Burki y Guillermo Perry, con la “larga marcha” de reformas que se debían aplicar en América Latina, desde la apertura comercial a la descentralización y municipalización del Estado. Muchas de estas propuestas han sido llevadas a la práctica en varios países.
Si bien Stiglitz criticó la nominación de P. Wolfowitz a la presidencia del Banco Mundial (lo que le valió aplausos), recordemos que sus candidatos eran el ex presidente mexicano Ernesto Zedillo, el ex presidente del Banco Central de Brasil, Arminio Fraga, y el ex vicepresidente del propio Banco Mundial, Kemal Dervis (Turquía). Sus argumentos básicos eran que tenían experiencia en desarrollo económico y mercados financieros, y que se doctoraron o dictaban clases en las Universidades de Yale y Princeton, o que contaban con una recomendación del periódico Financial Times (Stiglitz en El País, Madrid, 12 marzo 2005). Ninguno de estos son argumentos muy convincentes desde una perspectiva renovadora.
Por cierto que Stiglitz dice muchas cosas interesantes sobre economía, y por momentos tiene destellos heterodoxos. Es muy bueno leerlo y pensar sobre sus puntos. También es cierto que algunas de sus críticas, al porvenir del seno de la comunidad de tecnócratas globales de Washington, tienen un fuerte impacto. Pero también hay que reconocer que posee una visión simplista de la globalización ya que insiste en sus aspectos económicos convencionales. Una de mis frases favoritas de Stiglitz para ejemplificar su simplismo se encuentra en las conclusiones de “El malestar en la globalización”, cuando afirma: “El mundo es complicado”. Se podría esperar que brindara un análisis un poco más detallado, aunque nadie puede negar que el mundo es complicado. Eso mismo lo vienen diciendo muchos otros economistas y líderes sociales desde hace largo tiempo, y con bastante más detalle.
Es evidente que en la globalización operan también otros procesos, tales como aquellos que van desde el campo de las ideologías políticas a los patrones culturales de consumo. Stiglitz los menciona de tanto en tanto, a veces los intuye, pero no los elabora en profundidad. Por ejemplo, no explora una economía alternativa sobre el tema de la pobreza, no hay un diálogo con las posturas de Amartya Sen, debería explorarse mucho más una reforma política para una nueva economía, y así sucesivamente con varias cuestiones. En casi todos los textos de Stiglitz se termina teniendo que falta avanzar en los problemas; se anuncia un análisis interesante, se presume la profundización en una materia, como el papel de la OMC o la renovación de las Naciones Unidas… pero nos quedamos en una superficie de la corrección administrativa y de las reformas por medio de la gestión. Las propuestas alternativas de Stiglitz son casi una revisión rápida, recargada de un cierto aire de superioridad, y por eso mismo cae en los problemas de los recetarios. Es “otra receta”, con algunos aspectos muy interesantes, pero de todas maneras es una receta. Posiblemente el ejemplo más claro fue su texto “Hacia una nueva agenda para América Latina”, publicada por CEPAL en 2003 y reproducida en muchos países. Buena parte de sus propuestas son todavía muy genéricas, y no se diferencian sustancialmente a las “nuevas” reformas que se discuten en CEPAL, BID y hasta el propio Banco Mundial.
Es inevitable ir un paso más allá, y preguntarse por qué hay tantas personas encantadas con los escritos de Stiglitz. Parecería que los ejes del debate se han corrido tanto hacia la derecha, que un economista liberal como Stiglitz termina siendo catalogado como progresista. O bien seguimos atados a buscar personas con prestigio, que cuenten con un premio Nóbel y una cátedra en Estados Unidos. ¿No hay en el seno de los movimientos sociales economistas alternativos que digan más o menos lo mismo? Sin duda que existen, aunque concuerdo que José Luis Fiori tiene algo de razón cuando afirma que la izquierda ha tenido muchas dificultades en generar sus propios programas económicos. Pero por eso mismo es tiempo de no mirar exclusivamente a las cátedras económicas universitarias del hemisferio norte para fomentar todavía más el diálogo y los análisis económicos en el seno de los propios movimientos sociales.
E. Gudynas es analista de información en CLAES (Centro Latino Americano de Ecología Social). Publicado en el No 16 de “Peripecias”, semanario latinoamericano de análisis, el 27 de setiembre 2006.