Consenso de Copenhague: Las limitaciones del análisis costo-beneficio

por Sanna Stockstrom – Las tensiones entre los diversos problemas mundiales, en cuestiones como salud, ambiente, economía y gobernabilidad, y los recursos disponibles para superarlos fueron analizadas recientemente en la conferencia internacional «Consenso de Copenhague». Convocada por el polémico economista danés Bjorn Lomborg, se partió de una premisa clave: «Si dispusiéramos de 50 mil millones de dólares para mejorar el bienestar público global, ¿con qué proyectos tendríamos que empezar?». Se convocó a «expertos» mundiales y se esperaba concluir con una lista de prioridades fácilmente entendibles para políticos y decisores. Muchos analistas y varios medios de prensa prestaron atención al encuentro y una fuerte polémica se desarrolló a su alrededor, dejando más de una lección para América Latina.

Lomborg propuso una metodología que es muy común en casi todos los rincones del mundo para evaluar proyectos de desarrollo: el análisis «coste-beneficio». Bajo ese método comparan los costes de un emprendimiento contra sus beneficios; si los costes superan los efectos positivos se concluye que el proyecto es ineficaz y por eso inútil. En el evento, realizado a fines de mayo, se presentaron 38 propuestas que se evaluaron apelando al «coste-beneficio», y se los ordenó en un ránking que iba de muy buenos proyectos a muy malos. Participaron en el ejercicio 37 «expertos internacionales», todos economistas, y entre ellos varias figuras de primer nivel como Jagdish Bhagwati (conocido promotor del libre comercio), los premio Nobel Robert Fogel, Douglass North y Vernon Smith, junto a personalidades como Bruno Frey, Justin Yifu Lin, Thomas Schelling y Nancy Stokey.

Lomborg y los demás asistentes al encuentro insistieron con las bondades de su método, su supuesta objetividad y la capacidad para tomar decisiones racionales. La prensa comentaba sobre el grupo de economistas estrellas que brindarían un «ranking de las medidas para atacar las miserias en el mundo». Pero a pesar de todas esas defensas, el análisis «coste-beneficio» no es el mejor marco analítico para priorizar recursos limitados y así mejorar la toma de decisión de políticas públicas. Ese procedimiento tiene varias limitaciones y en sus aplicaciones se apela a algunos trucos para superar problemas, pero una vez que esas deficiencias se descubren es necesario cuestionar la validez de los resultados.

Un primer problema con el método es su manejo de los costes. Mientras los gastos materiales se pueden cuantificar y comparar, por ejemplo por su valor económico, la tarea no es nada sencilla con los «costes sociales», «costes políticos» o los «costes ambientales». Bajo esa expresión los economistas resumen costes inmateriales que pueden ocurrir durante la implementación de una política pública; por ejemplo un «coste ambiental» es la pérdida de los espacios verdes en una ciudad. Al no poder calcularse el valor económico de impactos sociales o ambientales, los participantes del «Consenso de Copenhague» optaron por excluirlos del análisis. Es por lo tanto un análisis incompleto, porque las acciones de los políticos no desencadenan únicamente costes o beneficios materiales sino que muchos son inmateriales, y es común que éstos sean más importantes para la sociedad. Al ignorar los costes inmateriales durante la evaluación de los proyectos se distorsiona el impacto real de las políticas sugeridas, y por lo tanto su priorización de las medidas también se deforman.

La ignorancia de costes inmateriales explica varios de los resultados sorprendentes en el ranking de proyectos. Por ejemplo, los panelistas clasificaron la propuesta de «libre comercio» como «muy buen proyecto» pero las iniciativas para superar el problema del cambio climático aparecen como un «mal proyecto». Ellos sostenían que mientras los costes de los proyectos climáticos superaban extensamente los beneficios, la liberalización del comercio prometía mucho más altos beneficios en comparación con bajo o ningún coste administrativo de implementación. Esas apreciaciones ignoran las evidencias sobre los impactos del libre comercio, así como las reacciones sociales contrarias a esas iniciativas. El caso del debate sobre el ALCA obliga a preguntarse si la dimensión de resistencia popular en contra de la liberalización del comercio mundial no causa tantos costes inmateriales que ya superan una buena parte de los beneficios. Adicionalmente habría que analizar detalladamente si realmente la mayoría de la población mundial o solamente una minoría de ellos se beneficiara de las políticas; y también habría que preguntar si se puede considerar democrático imponer una política que se resiste con tanto resentimiento entre los ciudadanos.

Las limitaciones en la metodología también llevaron a favorecer proyectos con resultados de corto plazo sobre aquellas que apuntan al largo plazo y las causas de fondo. Justamente ese problema es evidente en las soluciones propuestas por la conferencia de Lomborg: Por ejemplo, para remontar los efectos negativos de la malnutrición los expertos recomiendan un proyecto diseñado para superar la anemia por deficiencia de hierro que consiste en 12 mil millones de dólares usados en distribuir pastillas. Es obvio que apelar a las pastillas contra la anemia como medida de fondo contra el hambre es una propuesta absurda; se ataca un único síntoma cuando en realidad son varios problemas estrechamente asociados que contribuyen a la desnutrición. Tampoco es económicamente eficiente, si se considera los gastos se sumarán año tras año si es que no se logra detener el problema de la desnutrición.

El análisis de coste-beneficio también tiene problemas en identificar e incorporar en sus comparaciones las sinergias entre diferentes políticas, y sus gastos y beneficios. Es el caso de las acciones contra la pobreza: no reducen solamente problemas de malnutrición o aumentan el ingreso por capita, sino que también contribuyen a disminuir conflictos sociales y mucho más. El cálculo de costes y beneficios resulta sumamente complicado si hay muchas interrelaciones entre aspectos positivos y negativos que inciden sobre la calidad de vida. Pero son exactamente los efectos positivos concatenados («en dominó») que hacen una política mucho más interesante y superior a la otra que no les tiene.

Además, los análisis coste-beneficio no permiten una priorización en una manera multidimensional. Se enfocan únicamente en aspectos materiales, ignorando lo que mucha gente entiende por calidad de vida, como por ejemplo la seguridad en las calles. Se cae en estas aproximaciones unilaterales porque se depende de cálculos y expresiones cuantitativas. Se genera de esta manera una respuesta política paradojal: se deja de invertir en ciertas cuestiones por la falta de indicadores y estadísticas sobre ellos. Aunque los indicadores y las cifras son esenciales para el diseño de políticas públicas, tienen que ser complementadas por indicadores cualitativos que incorporen consideraciones afectivas, éticas e incluso estéticas.

La propia conformación del grupo de «expertos» convocado explica otras de las causas que llevaron al desastroso resultado final: sólo se invitaron a economistas de países industrializados, con la excepción de tres que provienen de países en desarrollo; tampoco se invitó a economistas críticos al neoliberalismo o libre comercio.

Estos problemas explican las fuertes críticas que ha recibido el evento. Varios grupos de la sociedad civil protestaron debido a la ausencia de un análisis adecuado de los temas ambientales, entre ellos Oxfam, Attac Dinamarca y el director del Programa de las Naciones Unidas para el Medio Ambiente (PNUMA), Klaus Toepfer. Lomborg ya lleva una fuerte polémica a cuesta por sus posiciones antiambientalistas, y este acto tan sólo reforzó sus posturas conservadoras. Oxfam advirtió además que el encuentro ignoraba que ya existía un consenso construido durante muchos años y codificado en las «Metas de Milenio» de Naciones Unidas.

El Consenso de Conpenhague defendió a una metodología que se usa casi cotidianamente en América Latina. La emplean gobiernos, muchas consultoras y casi todos los expertos de organismos internacionales como el BID o el Banco Mundial. Apelando al análisis de coste – beneficio, una y otra vez se reducen las diferentes dimensiones del desarrollo, y de la calidad de vida, a indicadores que sean medibles y traducibles a un valor económico; aquello que no tiene precio o no se puede reducir a un número desaparece de la balanza de la comparación. Una y otra vez se olvida que la mirada del economista ortodoxo es solamente una perspectiva sobre la realidad y no la revela en su totalidad. Frente a ese uso extendido, el debate sobre el Consenso de Copenhague deja en evidencia, una vez más, que necesitamos un esfuerzo más humilde, interdisciplinario y participativo para lograr un consenso sobre preguntas tan fundamentales como ¿qué es el desarrollo? ¿qué es la calidad de vida? ¿cómo lograr metas en esos campos?

El artículo completo «Un fallido intento de priorizar las políticas públicas – El conseno de Conpenhague» (2004) se publicó en la serie de D3E “Observatorio de la Globalización” Nº 6 disponible aquí …

S. Stockstrom es analista de información en D3E (Desarrollo, Economía, Ecología, Equidad América Latina), residente en Bolivia. Publicado en La Insignia, 24 de junio del 2004.