por H.C.F. Mansilla – Al comenzar un nuevo año, un adarme de escepticismo es conveniente. Los últimos veinte años fueron excepcionalmente ricos en ilusiones jamás realizadas y en presagios no cumplidos. El desastre del socialismo trajo consigo un optimismo de corte liberal, con su secuela de esperanzas, quimeras y promesas que se estrellaron muy pronto contra la terca realidad material y social. El proceso no fue del todo diferente al advenimiento de las ideologías comunistas con sus interminables ofertas de progreso material perenne. La ingenuidad de todo color emerge entonces como la actitud que hay que evitar a toda costa. Y la ingenuidad constituye lamentablemente la «virtud» que enseñan a diario los medios masivos de comunicación.
Contra el optimismo de políticos y diplomáticos, periodistas y analistas puede aseverarse que los estatutos y las prácticas democráticas no garantizan que las políticas públicas resultantes sean razonables o siquiera practicables. Todo régimen concreto depende no sólo de instituciones bien construidas, sino de elementos aleatorios, de visiones particularistas y de intereses predeterminados por las condiciones del tiempo y el lugar. El énfasis neoliberal en las reglas de juego puede y suele ir de la mano de la indiferencia ante las grandes metas normativas de la sociedad y ante el contenido último de las políticas públicas. Por todo ello la reducción de la legitimidad a la mera legalidad y el rechazo de los valores transcendentes de orientación constituyen los aspectos más cuestionables de las teorías contemporáneas sobre la democracia liberal.
Los enfoques más difundidos hoy en día en ciencias políticas y sociales se basan en un liberalismo contractualista que remite a los comienzos de la tradición burguesa. La legitimación del poder y el Estado estaba dispensada de toda reflexión ética; el Hombre era considerado como un mero portador de intereses egoístas y visiones individualistas. Lo negativo por excelencia residía en el desmoronamiento del orden público. La solución consistía en la elaboración de un marco contractual-institucional que pudiese resistir la guerra permanente que es la competencia por bienes materiales y seguridad. El orden socio-político deja de tener conexiones vitales con el derecho natural y se transforma en una construcción premeditadamente precaria: ya no se busca el bien común, sino evitar males mayores.
En medio de una modernidad con inclinaciones anómicas y autodestructivas debemos, empero, retornar al concepto aristotélico del bien común definido éticamente. La vida política es algo más que la canalización del miedo mediante conflictos regulados; la cohesión social es algo más que una ficción institucional que reduce los riesgos de la anomia. El Hombre es algo más que el animal exento de vínculos morales y emotivos, sediento de poder e insaciable de éste, como lo vieron Maquiavelo, Hobbes y sus discípulos: no todos perciben en el prójimo sólo un medio para la satisfacción de sus intereses y fines. En general muchas concepciones contractualistas se restringen a un tipo de racionalidad: la instrumental. Esta emerge como la consejera privilegiada de un egoísta inteligente que actúa dentro de un programa de meros intereses materiales, calculables y profanos, y se conforma con el orden pre-existente y coopera con las autoridades establecidas porque esta estrategia le trae más ganancias que la confrontación permanente.
En el presente requerimos, en cambio, de una razón objetiva que vaya allende el análisis de los medios y cuestione también los fines de la organización social. Precisamos una razón que transcienda el cálculo de estrategias y que se preocupe por objetivos no cuantificables como el bien común, la conservación de los ecosistemas a largo plazo, la moralidad social y la estética pública. La vida bien lograda no significa una vida de excesos materiales, sino una de convivencia razonable con los otros. La consecuencia positiva es una idea del bien común, no libre de elementos práctico-pragmáticos, que se asienta en el respeto a los derechos de terceros: de esta respeto a algo que uno exige para sí mismo de modo egoísta y de su expansión y aplicación a muchos casos, nace una concepción del bien común que abstrae de la moralidad específica de cada sujeto. Aquéllos que persiguen su propia ventaja de modo razonable, es decir a largo plazo, terminan por reconocer los derechos de terceros.
El individuo en sociedad requiere necesariamente de una moral que modere y canalice sus exigencias siempre crecientes. Las instituciones restringen ciertamente sus instintos e intereses, pero enriquecen su vida cultural y social y, ante todo, preservan los derechos de terceros, que tienen la misma dignidad ontológica que los primeros. Tenemos necesidad del bien común, para evitar la caída en la anomia y la destrucción: la democracia pluralista y el mercado libre deben funcionar en el marco de valores generalmente admitidos. Tenemos asimismo que recobrar la capacidad de decir no a las dilatadas estulticias sociales, difundidas por los medios masivos de comunicación. «Hay que reanudar la crítica de nuestras sociedades satisfechas y adormecidas», escribió Octavio Paz, y «despertar las consciencias anestesiadas por la publicidad».
H.C.F. Mansilla es un destacado filósofo y analista político de Bolivia, con una extensa obra publicada tanto en América Latina como en Europa. Publicado inicialmente en La Prensa, La Paz, 5 de enero de 2003.