por Barry Eichengreen – La paradoja de estos días es que las nuevas tecnologías no están mejorando ni un milímetro la productividad. Una postura muy arraigada entre los historiadores de la economía es que los efectos de mejora en la productividad que tienen las nuevas tecnologías tardan en llegar. De hecho, cada vez que hay una gran innovación tecnológica, su efecto inmediato es reducir, no aumentar, la productividad. Pero en estos casos, la tasa de empleo siempre aumentaba, observa el autor. Esto no está sucediendo en la actualidad.
Las tendencias recientes en materia de crecimiento de la productividad hacen difícil ser optimista acerca del futuro. En 2014, el crecimiento mundial de la productividad total de los factores, o PTF, que mide la productividad combinada de capital y trabajo, fue prácticamente cero por tercer año consecutivo. Fue inferior al 1% registrado en 1996- 2006 y al 0,5% de los años de la crisis de 2007-2012. Y todo indica que 2015 no fue menos desalentador. En Estados Unidos, datos corregidos que fueron difundidos a comienzos de diciembre revelan que la productividad aumentó sólo un 0,6% internanual en el tercer trimestre.
Si la tasa de crecimiento subyacente de la PTF cayó, de hecho, de su histórico 1,5% anual a casi cero en países como Estados Unidos, los niveles de vida de los adultos jóvenes de hoy subirán mucho más despacio que los de sus padres. Cualquier aumento dependerá totalmente de las mejoras en la educación y la formación, ausentes en los datos, y en la inversión en equipos y estructuras, que es baja respecto de los niveles históricos.
Economistas como Robert Gordon, de Northwestern University, sostienen que esta contracción del crecimiento de la productividad refleja el estancamiento de la tecnología. Gordon dice que ya se han hecho todos los grandes avances históricos, desde el agua corriente y la electricidad hasta la combustión interna y los motores a reacción. En comparación, el efecto positivo de la mensajería instantánea y del videojuego en la productividad y en los niveles de vida resulta insignificante.
Para muchos –especialmente para quienes vivimos cerca de Silicon Valley– esta conclusión sonará inverosímil. Vemos a nuestro alrededor avances espectaculares en robótica, inteligencia artificial, biotecnología, materiales.
Una postura muy arraigada entre los historiadores de la economía es que los efectos de mejora en la productividad que tienen las nuevas tecnologías tardan en llegar. Por cierto, cada vez que hay una gran innovación tecnológica, su efecto inmediato es reducir, no aumentar, la productividad. La electricidad, la nueva tecnología estudiada por el eminente historiador de economía Paul David, de Stanford University, es un clásico ejemplo de esto.
Como lo explica David, antes de que los motores eléctricos fuesen instalados en las fábricas, las máquinas eran ubicadas en torno a motores de vapor centralizados, a los que se conectaban mediante correas y poleas. Los motores eléctricos autónomos hicieron que las máquinas, sus operarios y las actividades pudiesen ser reorganizados de maneras más eficientes.
Pero esta reorganización llevó tiempo. Mientras tanto, los modos de producción establecidos se “disrumpieron”–utilizando el lenguaje de las escuelas de negocios del siglo XXI–, lo que provocó la caída de la productividad. Pero esta caída fue, en realidad, un presagio de tiempos mejores.
Otro destacado economista, Lawrence Summers, de Harvard, alegó que esta historia es incompatible con una segunda tendencia reciente: el empleo decreciente en hombres de 25 a 54 años. Si la productividad ha caído en forma transitoria porque todo el mundo está trabajando arduamente en el siglo XXI en el equivalente a reorganizar la disposición de la planta, la tasa de empleo debería aumentar, no bajar, ya que las empresas siguen operando su “maquinaria de vapor” al mismo tiempo que agregan nueva “capacidad eléctrica”. El empleo de los hombres de edad intermedia debería aumentar, no disminuir. Pero esto sucederá sólo si las tecnologías del siglo XXI requieren cantidades significativas de mano de obra para desarrollarlas e instalarlas, en comparación con los puestos de trabajo que perjudican y eliminan. Este no es el caso, obviamente.
Mi ejemplo favorito son las historias clínicas electrónicas (mi mujer es médica), que tienen un enorme potencial para mejorar la eficiencia en la atención de la salud. Aún hoy, casi toda la información sobre asistencia médica se transmite entre clínicas y hospitales por fax o por teléfono. Cuesta imaginar un sistema menos eficiente, que no sea tratar de coordinar el cuidado del paciente del modo tradicional mientras se aborda la transición hacia la conservación de historias clínicas en soporte electrónico. Diversos hospitales y clínicas están instalando sistemas que son incompatibles e incapaces de comunicarse entre sí.
A la larga, los médicos recordarán todo esto como una experimentación saludable. Pero por ahora se están tirando de los pelos. Dedican menos atención a los pacientes y más tiempo a incorporar datos en sus laptops que no aportan nada, hoy por hoy, a su productividad.
Además, la cantidad de personas que trabajan en el desarrollo de sistemas médicos electrónicos es pequeña en relación con el número de profesionales médicos que sufren las consecuencias de esta imperfecta tecnología de transición. De hecho, la cantidad de esos desarrolladores posiblemente sea aun menor que la de los profesionales médicos que desistieron, frustrados por no haber podido prestar la atención a sus pacientes acorde a su nivel de formación. Con gusto remitiré a aquellos que buscan más información a una médica que ya no ejerce por lo dicho anteriormente: mi mujer.
B. Eichengreen es economista en la Universidad de Berkeley, EE UU. Reproducido con fines informativos y educativos de IEco, Clarín (B. Aires), 20 diciembre 2015.