por Emily Bazelon -Es una antigua promesa: cuando las personas huyen de un lugar por una necesidad apremiante, no serán rechazadas. La Biblia hebrea habla de seis ciudades de refugio donde el que causó una muerte involuntariamente puede protegerse de ser asesinado como venganza. Los griegos permitían que los esclavos que habían escapado de amos que los maltrataban e incluso algunos criminales buscaran refugio en determinados templos. “Asilo” proviene del término griego que significa “inviolable”. Según la leyenda, Rómulo, fundador de Roma, les daba asilo a las personas que nosotros llamaríamos inmigrantes y había elegido el lugar situado entre dos bosquecillos de la colina Capitolina para levantar el templo de asilo de su ciudad. “Una multitud de plebeyos, tanto libres como esclavos, llegó de los territorios vecinos, ansiosos por encontrar una nueva situación”, escribió el historiador Livio. “Ese fue el primer paso hacia la fortaleza que Rómulo soñó para Roma”.
El derecho de asilo podría parecer tan arraigado culturalmente como las ruinas de uno de los antiguos templos. Según el derecho internacional, si una persona merece asilo demostrando que tiene un “temor fundado de ser perseguida” por su raza, nacionalidad, religión, opinión política o pertenencia a determinado grupo social, ya no es un inmigrante que puede ser expulsado en cualquier momento. Debe ser reconocida como refugiada, con derecho a ser protegida mientras no sea seguro su regreso a su país. Sin embargo, muchas de las 380.000 personas que este año llegaron a Europa desde países como Siria, Eritrea y Afganistán buscaron refugio legal, arriesgándose a morir asfixiadas en los camiones de los traficantes y a ahogarse en el mar, sólo para verse tachadas de amenaza y molestia.
El primer ministro David Cameron de Gran Bretaña aludió a los insectos cuando advirtió sobre un “enjambre” de “inmigrantes ilegales”. El primer ministro de Hungría Victor Orbán está levantando un cerco en la frontera sur de su país con Serbia y se niega a recibir los pedidos de asilo. “Desde el punto de vista europeo, el número de posibles inmigrantes futuros parece ilimitado”, advirtió, haciendo que el desorden que él mismo contribuyó a crear pareciera insoluble. La mayoría de los que llegan, destacó, “no son cristianos sino musulmanes”, agregando que “Europa no tiene un ‘problema de refugiados’ o una ‘situación de refugiados’ sino que el continente europeo está amenazado por una ola cada vez más grande de migraciones modernas”. En otras palabras, a su juicio, las personas que llegan a Hungría no tienen derecho a recibir protección.
El moderno derecho de asilo tiene sus raíces en las secuelas de la Primera Guerra Mundial y la Revolución Rusa. Huyendo del hambre y los bolcheviques, una oleada sin precedentes de 1,5 millón de rusos ingresó a Europa. Habían sido privados de su ciudadanía por el gobierno soviético y sus penurias dieron origen a términos que reflejaban su carencia de estado. En 1921, el recién nacido Consejo de la Liga de Naciones autorizó “certificados de identidad” para todos los “refugiados rusos”. Más de cincuenta países acordaron reconocer los documentos, que dieron a los rusos el derecho de trabajar y establecerse en otros lugares.
Pero el sistema comenzó a resquebrajarse cuando la agresión nazi desestabilizó al continente. En la década de 1930, pocos países firmaron los convenios que habrían dado asilo a los alemanes, austríacos y checos que escapaban de los nazis. El St. Louis, un barco lleno de más de 900 judíos, fue el símbolo del fracaso de esa era: al negársele la entrada a Cuba, Estados Unidos y Canadá en 1939, fue obligado a regresar a Europa en vísperas del Holocausto. Después de la guerra, la comunidad internacional trató de reparar el daño. Un histórico tratado, la Convención sobre el Estatuto de los Refugiados de 1951, expresó una “profunda preocupación” por los refugiados y fijó la norma para acceder al asilo que sigue vigente hoy. De esa época proviene el recuerdo triste y quizá romántico del refugiado de la II pos-Guerra, más digno de compasión que un inmigrante (palabra ostensiblemente neutral ahora teñida por la proximidad de “inmigrante ilegal”).
Pero incluso en ese momento de coincidencia, persistía la pregunta de quién tendría la responsabilidad de esa marea de cuerpos con necesidades urgentes. “La concesión del asilo puede colocar una carga indebidamente pesada en los hombros de algunos países”, decía el preámbulo del tratado, a tal punto que la protección mundial no puede lograrse “sin la cooperación internacional”. Hoy, mientras Europa discute por los cupos, el 86 por ciento de los 19 millones de refugiados del mundo vive en países en desarrollo como Etiopia, Kenia y Pakistán. Turquía tiene más de 2 millones de sirios que piden asilo –frente a ninguno en los países ricos del Golfo Pérsico–. La irritación mundial ha sido mucho mayor que la colaboración, pese a que la canciller alemana Angela Merkel, mientras preparaba a su país para aceptar a 800.000 personas este año, le recordó al mundo que el derecho internacional de asilo “no tiene límites respecto del número de quienes lo piden”.
Estados Unidos se enorgullece de haber aceptado a 70.000 nuevos refugiados el año pasado. Pero la batalla por quién es un inmigrante y quién un refugiado se repite una y otra vez en su frontera sur. El verano pasado, cuando decenas de miles de chicos de América Central trataron de entrar a los Estados Unidos, algunos fueron rechazados y otros alojados en lúgubres campamentos fronterizos. Una de las grandes batallas se centra en si un niño o un adolescente puede recibir asilo por su temor a ser reclutado por una pandilla o a la violencia relacionada con las guerras de drogas. Hasta ahora, la respuesta con frecuencia ha sido no. Este es el telón de fondo de una propuesta del secretario de Estado John Kerry de aumentar la cantidad total de refugiados que aceptará EE.UU. a 100.000 en 2016. El presidente Obama dijo que esa cifra debe incluir a 10.000 sirios. Estas propuestas en el mejor de los casos son modestas y difícilmente resuelvan esta crisis, mucho menos la próxima.
Hace veinte años, un equipo de abogados, científicos, funcionarios de gobierno y activistas encabezados por James C. Hathaway, actualmente profesor de derecho de la Universidad de Michigan, se reunieron para intercambiar ideas sobre cómo abordar el problema de dar refugio y reasentar a grandes cantidades de personas. Primero, propusieron separar la decisión de quiénes merecen asilo de la de dónde deben ir. Una vez que una persona fuera considerada refugiado, sería recibida en algún refugio seguro del mundo, tomando como base una serie de cupos acordados previamente por los países participantes. Los sirios que quieren ser considerados refugiados y cruzan la frontera con Líbano recibirían el mismo tratamiento que los que realizan la peligrosa travesía por mar hacia Grecia o Italia.
La historia de las últimas décadas muestra que, a los cinco a siete años del tipo de guerra o conmoción que provoca una huida masiva, el conflicto con frecuencia se calma y alrededor de la mitad de los refugiados decide volver a su país. Para quienes no estarían seguros si volvieran, el modelo de Hathaway prevé la posibilidad de que un segundo país se haga cargo de ellos, con la esperanza de incrementar la responsabilidad compartida. El año pasado, sólo unos 100.000 refugiados del mundo recibieron el estatus de reasentamiento permanente. Un sistema más ordenado –y compartido– podría beneficiar a los millones que viven en el limbo.
Esto podría parecer una fantasía dada la agitación actual. Y, sin embargo, el mundo ya se unió antes para solucionar una crisis de refugiados. En la década que siguió a la Guerra de Vietnam, millones de vietnamitas huyeron de su país, a menudo por mar. Los llamados “balseros” desembarcaron en todo el sudeste asiático, donde los gobiernos luego amenazaron con dejar de recibirlos. Después de una conferencia internacional de 1979, esos países desistieron de sus amenazas y el resto del mundo, en especial las naciones de Occidente, acordaron asumir la tarea de reasentamiento permanente y pagar la mayor parte del costo. A lo largo de aproximadamente una década, se reasentó a alrededor de 1,8 millón de refugiados vietnamitas, que se fundieron con el resto de la humanidad y vivieron su vida en nuevas tierras.
E. Bazelon es una destacada periodista estadounidense; original publicado en The New York Times; traducido por Elisa Carnelli, para la versión publicada en suplemento Ñ de Clarín (Buenos Aires), octubre 2015.