por Andrea Cadelo – En Cien años de soledad, García Márquez escribió sobre la enfermedad del insomnio que azotó a Macondo, provocando en sus habitantes una pérdida de la memoria tan grave que puso en jaque la realidad misma. De no haber sido por Melquíades y su “sustancia de color apacible” que encendía la luz de la memoria, Macondo habría colapsado ante el insostenible sistema de hacerle frente al olvido, por medio de rótulos que anunciaban el nombre y la utilidad de cada planta, animal y cosa. Por el contrario, en Funes el Memorioso, el cuento de Jorge Luis Borges, Ireneo Funes es capaz de reconstruir todos los sueños, todos los entre sueños y un día entero sin omitir detalle. “Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo”, se lee. Sin embargo, lejos de sentirse orgulloso de este don, también sostenía: “Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras”.
Estos dos ejemplos literarios que llevan al límite de lo absurdo ambos extremos, el de la amnesia total y el del recuerdo constante y sin selección, sirven para poner de manifiesto, en su irrealidad, lo insostenible y pernicioso que tanto el uno como el otro resultarían para la vida misma. Ninguno de los dos permitiría la articulación de una existencia con un mínimo de sentido. Los dos ejemplos llaman la atención sobre el hecho de que la memoria se funda en una dialéctica de recuerdo y olvido. Tal y como plantean los investigadores colombianos Cristóbal Gnecco y Martha Zambrano, “no hay memoria sin olvido, ni olvido sin memoria”; “todos los regímenes de memoria, suponen, simultáneamente regímenes de olvido”. Ahora bien, de acuerdo con ambos autores, en donde es necesario poner el acento, cuando de la memoria social o colectiva se trata, es en el hecho de que “la dialéctica entre memoria y olvido se define dentro de las apuestas de poder. ¿Quién y en qué circunstancias de sujeción, dominación y control decide qué y cómo se recuerda-olvida? … lo que compone la relación entre memoria-olvido es el enfrentamiento entre historias hegemónicas e historias disidentes”.
Es a la luz de este preámbulo que cobra sentido una de las exposiciones de la Tate Modern de Londres. Se trata de una muestra fotográfica que recorre 150 años de guerras y conflictos en el mundo, desde la invención de la fotografía en el siglo xix, hasta nuestros días. Con fotos de artistas y periodistas de diversas nacionalidades, la muestra se estructura apelando no a la cronología del tiempo en el que ocurrieron los conflictos, sino a la de la toma de las fotografías. De esta manera, geografías, temporalidades y conflictos de diversa índole quedan agrupados en una misma sala, que encuentra en el tiempo transcurrido entre el evento trágico y la realización de la fotografía su denominador común. Minutos, semanas, meses y años (estos últimos organizados de manera completamente aleatoria: entre 1 y 10 años, 5-20, 15-35, etcétera) son el hilo conductor de esta exposición que renuncia a toda organización temática o causal del fenómeno global de la guerra. De ahí que el recorrido empiece con Hiroshima (1945), Afganistán (2001) y Vietnam (1968), continúe con la guerra civil norteamericana (1861-65), salte a la Primera Guerra Mundial y regrese a la Guerra de Crimea (1853-56). Una y otra vez pasa por la Segunda Guerra Mundial e intercala imágenes de la Guerra del Golfo Pérsico, la Revolución sandinista (1978-1979), la Guerra Civil española (1936-1939), la Guerra de Bosnia (1992-1995) y, entre otros conflictos, la desintegración del Imperio otomano tras la Primera Guerra Mundial.
Si bien esta muestra resulta desorientadora, descontextualizando al unir en una misma sala conflictos muy heterogéneos y saltando en el tiempo de atrás para adelante, su apuesta por una estructura que privilegia el acto de mirar sobre aquello hacia lo cual se vuelca la mirada es valiosa en tanto constituye un guiño explícito al reconocimiento de que toda historia es historia del presente. Es en el presente en donde el acto de enunciación ocurre, y en donde, por medio del mirar, fotografiar, titular y seleccionar, se intenta simultáneamente visibilizar y acallar el pasado. Veamos, entonces, cómo, en medio de los ires y venires a través del tiempo, surgen de esta muestra relaciones y conclusiones interesantes desde el punto de vista de la representación y cartografía del dolor.
Es claro que cierta asepsia en la visualización in situ del conflicto se percibe hoy en comparación con las imágenes más cercanas que los periodistas podían realizar, por ejemplo, en la Guerra del Vietnam, logrando capturar el impacto negativo de la guerra incluso en quienes la ejercían. En efecto, de cara a ejercer un control más directo sobre lo que se narra y cómo se narra, los periodistas hoy no gozan de la misma libertad de circulación y son asignados a unidades militares para reportar desde allí. Este contraste es visible, por un lado, en la fotografía que Don McCullin hizo de un marine de Estados Unidos, minutos después de un combate durante la Batalla de Hue (1968), que marcaría un punto de quiebre en la percepción de la opinión pública norteamericana sobre la guerra. Por el otro, la fotografía que Luc Delahaye realizó a un enclave talibán en Afganistán, en 2001, tras un bombardeo norteamericano. Mientras el trauma de la guerra está claramente plasmado en el rostro del marine, en el caso de la fotografía de Delahaye no se ve otra cosa que humo en un paisaje desierto.
Dejando de lado las dificultades para narrar el conflicto que los periodistas enfrentan hoy, entre otras razones, por la mayor vigilancia a la que están sometidos, no es inoportuno sugerir que el despoblado desierto de Delahaye pueda tener otra genealogía. Aparte de que el pálido humo sobre la planicie vacía sea perfecto para minimizar los efectos devastadores que deja la guerra, resulta inevitable pensar en la fuerte carga histórica y política que supone la representación del territorio del otro como un espacio vacío. De hecho, desde los albores de la modernidad/colonialidad en el siglo XVI, el discurso del espacio vacío se ha usado no pocas veces como herramienta ideológica para legitimar la dominación y apropiación del otro y sus recursos.
Ahora bien, cabe destacar que si el paisaje, como medio de registro de la guerra, es una constante en esta muestra, su tratamiento no se reduce al carácter dado por Delahaye en la fotografía ya mencionada. Con miradas más complejas y críticas nos sorprenden los trabajos de Simon Norfolk y Sophie Ristelhueber. Tomando prestado el concepto de chronotopo, que Mihail Bakhtin acuñó para hacer referencia a la manera como el arte y la literatura representan configuraciones espacio-temporales, Norfolk conecta, a través del registro de ruinas que décadas de guerra han dejado en Afganistán, la historia en el paisaje con la de la catástrofe humana. De manera semejante, y a pocos meses de haber concluido la primera guerra del Golfo Pérsico, Ristelhueber viaja a Kuwait para registrar “las heridas provocadas en el paisaje desértico”, especialmente el modo como en la arena, la guerra –fragmentos de automóviles, armamento, cráteres de bomba– y la disolución de la vida cotidiana –zapatos, cobijas televisores– yacían yuxtapuestas.
Con un repertorio visual amplio y diverso en el que los objetos también hallan protagonismo, 21 años después de la Segunda Guerra Mundial, Shomei Tomatsu recuerda la explosión de la segunda bomba atómica, arrojada sobre Nagasaki, a través de una serie en la que destaca una icónica fotografía de un reloj que, enterrado con la explosión, quedó parado por siempre señalando la hora en que la bomba cayó: 11:02 a.m. “Nagasaki –señala Tomatsu– tiene dos tiempos. Las 11:02 del 9 de agosto de 1945 y de ahí en adelante. No debemos olvidar ninguno de los dos”.
Fijando su atención en el paisaje, concretamente en el cielo, Nobuyoshi Araki conmemora, con una serie fotográfica tomada entre el 6 y el 15 de agosto de 2010, los nueve días que pasaron entre el lanzamiento de la bomba atómica sobre Hiroshima y el fin de la Segunda Guerra Mundial; hechos que ocurrieron respectivamente el 6 y el 15 de agosto de 1945. Sesenta y cinco años después, el acto evocativo de Araki consiste en fotografiar el cielo, desde el que cayó la bomba, cada uno de esos nueve días.
En general, cabe destacar que de todos los conflictos y guerras a las cuales alude la exposición, es la Segunda Guerra Mundial la que mayor y más variada exploración recibe. Paisaje y objetos cumplen también, aquí, un papel preponderante en la evocación del trauma de la guerra. Sin embargo, en este caso, hay un esfuerzo por recordar a los sobrevivientes del Holocausto judío, trayendo a colación sus rostros y recreando, por medio de objetos personales y espacios cotidianos, las vidas que, con valentía, cada uno de ellos logró reconstruir. Esta bella visibilización pormenorizada, de la mano de Stephen Shore, contrasta con la casi total ausencia de otros rostros, justamente de esos pertenecientes a quienes, dentro del mapa de violencia física que esta exposición propone, también han sobrevivido.
Sin duda, numerosos cuestionamientos podrían hacerse acerca de la geografía del dolor que esta muestra traza, en términos de los espacios y temporalidades que privilegia y, por consiguiente, de los perímetros de inclusión y exclusión que decide. Sin embargo, concedamos que abarcar la totalidad no es más que una quimera. Aceptemos que el ser exhaustiva no hubiera sido el objetivo de esta exposición. Pasemos por alto la manera como América Latina entra en el mapa, incorporando la Revolución sandinista al conjunto de hechos trágicos que componen la muestra, pese a ir de la mano de la aguda mirada de Susan Meiselas, cuyas fotografías (1978-79) se convertirían en Nicaragua y el mundo en emblema de la lucha popular que puso fin a una dictadura. Sin embargo, incluso pasando por alto todo lo anterior, hay una omisión por la cual las palabras de Gnecco y Zambrano cobran pleno sentido. Teniendo presente no ya los hechos del verano pasado, sino la atención que la Segunda Guerra Mundial y su legado detentan en esta muestra, es claro que la total invisibilización de los palestinos, cuyo dolor rara vez es tematizado por el mainstream mediático, no solo constituye un ejercicio de violencia simbólica, sino que evidencia que el mantenimiento del statu quo pasa por “mantener el control sobre la definición, transmisión e interpretación del pasado”, tal como plantea Abercrombie.
Publicado en Arcadia, Colombia, 2 marzo 2015.