por Thomas E. Lovejoy – El nuestro es un planeta habitado por multitud de formas de vida. En palabras de Darwin, «infinitas formas, todas hermosas». Y, dado que ningún organismo puede existir sin afectar a su entorno, la globalización tiene profundas repercusiones en la diversidad biológica. Pero también es cierto lo contrario.
La expresión diversidad biológica es relativamente reciente, y pretende abarcar la variedad de la vida en la Tierra en todos los niveles de organización, desde la genética hasta los diferentes biomas (grandes estructuras biológicas, como el bosque tropical). Es el tema de uno de los más importantes tratados sobre medioambiente, resultante de la Cumbre de la Tierra celebrada en 1992 en Río de Janeiro, aunque desde hace mucho más tiempo es materia de investigación y gestión ambiental.
El sueño de Linneo: explorar la vida en la Tierra
La globalización y las modernas tecnologías de la información pueden servirle de impulso a una importante área de investigación: la exploración de la vida en la Tierra. Iniciada oficialmente en el siglo xviii por Linneo y sus 17 discípulos (que se dispersaron por el mundo para recoger y describir plantas y animales) empleando la nomenclatura latina binómica de las especies, sigue siendo un campo activo. De hecho (aunque con algunas variaciones), todas las estimaciones coinciden en que la ciencia ha descrito hasta el momento tan sólo una pequeña porción de las especies (como mucho, un 10%). La verdad es que no tenemos siquiera una idea aproximada de la cantidad de especies con las que compartimos el planeta.
La clasificación de los organismos ha sido desde siempre un ejercicio global, incluso en sus inicios. Exige viajar para recoger especímenes de plantas y animales en lugares remotos y compararlos con otros ya conocidos, contenidos en colecciones de referencia ubicadas en distintos lugares. En ningún país hay suficientes expertos en taxonomía para identificar especímenes de todos los grupos de organismos.
Tenemos una excelente oportunidad, que aún no ha sido suficientemente encauzada ni comprendida, de completar esa exploración, de traspasar esa frontera del conocimiento. En las últimas décadas hemos sabido de la existencia de comunidades que dependen de la energía primaria de la Tierra (alrededor de las fallas marinas), hemos descubierto una amplísima variedad de microorganismos marinos, hemos conocido otros que viven algunos kilómetros bajo la superficie de la Tierra, y mucho más. El árbol de la vida de mis días escolares, con sus dos grandes troncos, uno para las plantas y otro para los animales (el resto de las formas de vida ocupaban la base), se ha transformado. Hoy en día es más bien como un arbusto desplegado donde plantas y animales no son más que dos de sus ramificaciones. El resto lo ocupan microorganismos de diferentes tipos con extraños apetitos y metabolismos, muchos de los cuales existen desde los orígenes de la vida en nuestro planeta.
Y todos esos descubrimientos se han llevado a cabo sin emplear los esfuerzos coordinados que merece esta empresa. Se trata de una exploración más importante, en muchos aspectos, que la del espacio. Después de todo, es una gran biblioteca viviente de incalculable valor para la humanidad, y no sólo para los científicos que estudian el funcionamiento de los sistemas biológicos. Hay especies que pueden metamorfosearse gradualmente de esotéricas en necesarias para la pervivencia de los recursos naturales. Por ejemplo, un tipo de moho que se forma en el limo del río Zambeze contiene compuestos útiles en el tratamiento de los tumores resistentes al taxol (un derivado del tejo, árbol de la familia de las Taxáceas).
La Enciclopedia de la vida, gestionada por el National Museum of Natural History del Instituto Smithsoniano, está preparada para recopilar información en formáto electrónico a medida que se va descubriendo, con una página en la que se explica lo esencial de la biología de cada especie. Lo único que hace falta para que esta enciclopedia contenga una visión completa en un tiempo razonable es reconocer su importancia fundamental, junto con un esfuerzo coordinado para adelantarse al vertiginoso ritmo de la extinción.
La biodiversidad como indicador medioambiental
A finales de la década de los cuarenta Ruth Patrick, una joven ecóloga de las aguas dulces, comenzó a estudiar la cantidad y el tipo de organismos que poblaban los arroyos y ríos de los estados de la costa atlántica de Estados Unidos. Junto con sus colegas demostró que la variedad y la tipología de las especies de esos ecosistemas —y más en concreto de las diatomeas (algas con un inconfundible cascarón de sílice)— eran consecuencia no sólo de las características naturales físicas, químicas y biológicas de los cursos de agua, sino también de las tensiones generadas por la actividad humana en los cauces.
Ruth Patrick demostró que la diversidad biológica nos da la medida más precisa del impacto humano sobre los ecosistemas. El que a menudo se conoce como principio Patrick es aplicable no sólo a las aguas dulces, sino también a todos los ecosistemas terrestres y marinos, y es la base de toda la gestión y la ciencia medioambientales.
Los problemas ambientales son, por definición, aquellos que afectan a los sistemas vivos. Lo que significa que todos los problemas medioambientales afectan a la diversidad biológica (a lo que hay que añadir el problema que en sí supone la pérdida de dicha diversidad). Así pues, sobre la diversidad biológica actúan todos los problemas medioambientales, desde la contaminación química hasta el cambio climático, y por eso es tan complicado dar con el enfoque correcto.
Especies invasoras
La invasión de especies extrañas fue, por primera vez, reconocida formalmente como un problema medioambiental a partir de la obra de Charles Elton de 1958, The Ecology of Invasions by Animals and Plants [Ecología de las invasiones de animales y plantas], y se ha ido agravando con la globalización. El auge del comercio y los viajes facilita la entrada de plantas, animales y enfermedades en lugares donde no son autóctonos y, a menudo, se ven menos afectados por otros organismos que las especies nativas. Hoy en día se considera que las especies invasoras son una de las principales causas de extinción y un grave problema ecológico.
Las lombrices autóctonas del nordeste de Estados Unidos han sido desplazadas por lombrices invasoras. La culebra arborícola marrón de Filipinas ha acabado con muchas especies de aves nativas de Guam. Las especies isleñas son especialmente vulnerables a los invasores, incluidos animales domésticos, como el gato del farero de la isla Stephen, en Nueva Zelanda —que exterminó la población del xenicus de Lyall (Xenicus lyalli)—, y otros introducidos deliberadamente, como las mangostas, o accidentalmente, como las ratas.
La población de la anchoa del mar Negro ha sido diezmada por la medusa peine (introducida con agua procedente del Atlántico occidental, empleada como lastre en los barcos), que prácticamente cortocircuitó la cadena alimenticia de ese caladero, que producía unos 250 millones de dólares al año. El agua de lastre es un medio frecuente de transporte de organismos acuáticos a todos los rincones del mundo, donde causan enormes problemas. Es el caso del mejillón cebra, transportado primero a los Grandes Lagos, y después a casi toda Norteamérica.
Las plagas de insectos viajan por todo el mundo, llevando el desastre a distintos emplazamientos. La piral del maíz pasó de Estados Unidos a Europa probablemente inadvertida, como pasajera de algún vuelo de carga. Los parásitos de los árboles, como el escarabajo asiático de antenas largas y el barrenador esmeralda, están creando enormes problemas para las especies autóctonas de Estados Unidos, adonde llegaron, como pasajeros involuntarios, en la madera de cajas de embalaje. La introducción de especies puede ser deliberada, como en el caso del conejo en Australia, o consecuencia de otras acciones, como en el caso de las pitones birmanas compradas como mascotas y liberadas por sus propietarios, que se han convertido en una importante plaga en los Everglades.
Los organismos patógenos también forman parte de esas especies invasoras. La grafiosis o enfermedad holandesa del olmo y la plaga americana del castaño han producido intensos cambios en los bosques del este de Estados Unidos. El olmo americano era el árbol de sombra preferido en las ciudades estadounidenses. Charles Dickens decía que Hillhouse Avenue, en New Haven, Connecticut (conocida, por cierto, como la ciudad de los olmos), era la calle más hermosa de América. El castaño americano era prácticamente vital para los bosques del este de Estados Unidos no sólo por su enorme tronco, sino también porque sus frutos son una fuente importante de alimento para muchas especies. El virus del Nilo occidental tardó sólo cinco años en propagarse de costa a costa desde su aparición en Estados Unidos, gracias a la ayuda del mosquito tigre asiático, otra especie invasora (Aedes albopictus).
Explotación excesiva de especies necesarias
Históricamente, la principal intervención del hombre sobre la diversidad biológica ha sido a través de la sobreexplotación de ciertas especies necesarias para la pervivencia de los recursos naturales. Esto ya sucedía claramente en tiempos prehistóricos. A medida que el ser humano colonizaba las islas del Pacífico sur, aumentaba su impacto sobre la avifauna nativa, hecho que fue descubierto cuando los ornitólogos comenzaron a estudiar osarios y restos semifósiles. La extinción casi total de los grandes rebaños de bisontes de Norteamérica es un ejemplo clásico, y que data de tiempo atrás. La historia de la caza de ballenas es la de la explotación de una especie hasta su extinción, para después repetir el mismo procedimiento con otra, y así sucesivamente. La caza de ballenas es una forma de globalización anticipada en la que se iban extinguiendo poblaciones en distintos lugares remotos del planeta para abastecer los mercados de Norteamérica y Europa, principalmente. El aceite de ballena es tan apreciado que los barcos podían pasar años en alta mar, navegando a miles de kilómetros de sus puertos de origen.
La situación de las pesquerías es un ejemplo dramático de la extinción sucesiva de especies de peces, que disminuye la productividad. En la actualidad, el 70% de los caladeros de todos los océanos está explotado, y las grandes flotas de pesca van camino de hacer lo mismo con los restantes. Por suerte, hay una conciencia creciente de la importancia de sustituir estas prácticas predatorias por otras que impongan una gestión sostenible de los recursos.
La sobreexplotación sigue siendo un grave problema, ya sea a causa de los mercados pesqueros globales (incluidos los de alto valor, como el del atún rojo en Japón), ya debido a la medicina oriental, la industria alimentaria, maderera (como, por ejemplo, la de la caoba), etcétera.
Destrucción y alteración del hábitat
Desde hace tiempo se considera que la destrucción del hábitat es el principal factor de impacto sobre la diversidad biológica. La mitad de los bosques tropicales ha desaparecido, y la cuota anual de deforestación sigue siendo elevada. Gran parte de Europa fue deforestada para crear el paisaje que hoy conocemos. Casi todo el este de Estados Unidos fue deforestado a finales del siglo xix, aunque una buena parte comenzó un proceso de recuperación tras descubrirse mejores tierras de labranza hacia el Oeste, y a medida que la economía empezó a abandonar la actividad agrícola primaria. La mayor parte de las praderas de Estados Unidos ha sido ocupada por la agricultura industrializada. Globalmente, un 38% de la superficie del planeta (sin incluir la Antártida) se ha destinado a la agricultura. Desde 1900 casi la mitad de los humedales del mundo han sido desecados o transformados para otros fines.
Hace unos cuarenta años que empezó a prestarse atención a un hecho asociado a la destrucción del hábitat inadvertido hasta entonces. Se trata de la fragmentación del hábitat, un aspecto prácticamente omnipresente en cualquier parte del mundo donde se produzcan transformaciones que consiste en la conservación de fragmentos de bosque u otros hábitats —a veces de forma deliberada, por motivos ecológicos, aunque más a menudo por pura casualidad—.
Lo que en gran medida atrajo la atención sobre este fenómeno fue la teoría de la biogeografía insular. Inicialmente expresada en un artículo (y después en un libro) de Robert MacArthur y Edward O. Wilson, esta teoría aspiraba a explicar las diferencias entre especies de islas reales. La esencia de la teoría era que la cantidad de especies presentes en una isla determinada era consecuencia del equilibrio entre migración y extinción. Era especialmente llamativo que dicha cantidad estuviese relacionada en parte con el tamaño de la isla y en parte con la distancia entre ella y los focos de colonización más cercanos. Elegante en su simplicidad.
Había dos aspectos de particular interés desde una perspectiva conservacionista: las islas grandes albergaban más especies que las pequeñas, y las islas que siempre lo habían sido (islas oceánicas) albergaban por lo general menos especies que islas del mismo tamaño que en un tiempo habían formado parte de un continente. Un ejemplo de éstas últimas sería Trinidad, que formaba parte de Sudamérica cuando el nivel de las aguas era más bajo, durante la última glaciación. Estas islas se denominaron islas continentales.
Se llegó a la conclusión de que una isla continental como Trinidad habría albergado tantas especies como una zona equivalente del continente sudamericano, pero habría ido perdiendo algunas de ellas por el aislamiento debido a la subida del nivel del mar. La interpretación de este fenómeno es que la pérdida continuaría hasta alcanzar un equilibrio dinámico alrededor de un número de especies equivalente al de una isla oceánica.
De ahí a considerar que los fragmentos de hábitat (por ejemplo, de bosque) son equivalentes a las islas en un mar de tierras de cultivo u otros hábitats sólo hay un paso. Evidentemente, esos fragmentos no están aislados por el agua, pero sí están emplazados dentro de un hábitat muy diferente, por lo que la analogía insular no resulta descabellada. Y rápidamente surgen las preguntas lógicas: ¿se pierden especies en los fragmentos debido al aislamiento?, ¿albergan más especies los fragmentos grandes que los pequeños?, ¿la desaparición de especies sigue algún orden concreto, o un patrón?
Todo ello generó una enorme controversia en la literatura científica correspondiente. Mientras que unos aseguraban que eso implicaba que las áreas dedicadas a la conservación tenían que ser extensas, otros afirmaban que la teoría de la biogeografía insular era neutral. Esto último era correcto en el sentido de que la teoría trata a todas las especies por igual. Pero, evidentemente, no todas las especies son iguales, y si consideramos especies que se mueven en grandes territorios o tienen escasa densidad de población, podría inferirse que la extensión de las áreas protegidas es importante.
Los únicos datos disponibles contrastables proceden de la isla de Barro Colorado, una antigua colina de Panamá que acabó convertida en isla al subir el nivel de las aguas del lago Gatún (creado artificialmente para el Canal de Panamá). Originalmente conocida como Área Biológica de la Zona del Canal, después pasó a ser administrada por el Instituto Smithsoniano. Décadas de estudios ornitológicos demostraron la desaparición de especies. Otros datos proceden de fragmentos de bosque del sur de Brasil, donde los mayores albergan más especies que los pequeños. No sabemos con claridad si son totalmente comparables, ni cuál era su condición original.
Así pues, el debate, conocido formalmente como debate SLOSS —Single Large or Several Small [uno grande o varios pequeños, en referencia al tamaño y la cantidad de los fragmentos a conservar]—, adolecía principalmente de la falta de datos directos (excepto los de la isla de Barro Colorado). Nadie había visto directamente cómo se producía la desaparición de especies, por lo que era difícil hacer recomendaciones acerca del modelo de conservación y su gestión.
Este asunto siguió dándome que pensar, ya que es consustancial a una política conservacionista sensata. El lunes previo a la Navidad de 1976 lo estaba discutiendo en la National Science Foundation con John L. Brooks, Frances C. James y Daniel Simberloff, cuando se me ocurrió la brillante idea de que podría utilizarse la ley brasileña, que entonces exigía que el 50% de cualquier proyecto en la Amazonia siguiera siendo bosque, para llevar a cabo un gigantesco experimento de ecología del paisaje.
La intención era crear una serie de fragmentos de diferentes tamaños a raíz de la creación de terrenos de pastos, para así poder estudiarlos antes de que fueran aislados, además de compararlos con una extensión de tamaño similar de bosque intacto. Este tipo de ideas rara vez se hacen realidad, pero en esta ocasión sucedió, gracias a la colaboración de muchas personas, entre ellos colegas e instituciones de Brasil. Y así nació el que ahora se conoce como Proyecto de Dinámica Biológica de los Fragmentos de Bosque, por el que nos concedieron a William Laurance y a mí el premio Fronteras del Conocimiento 2008 en Ecología y Biología de la Conservación.
Treinta años de investigación nos han aportado mucho. La cuestión del tamaño se ha resuelto a favor de las grandes extensiones. Los fragmentos de 100 ha (hectáreas) pierden la mitad de las especies de aves que pueblan el interior del bosque en menos de quince años, por lo que en aquel momento parecía apropiado un tamaño mínimo de 100.000 ha para las unidades de conservación del bosque amazónico. Los cambios, sin embargo, resultaron ser más complejos de lo previsto. Por ejemplo, los fragmentos aislados perdían biomas, ya que los árboles de mayor tamaño se volvían vulnerables al efecto del viento al perder la cubierta protectora de bosque. El entorno periférico (pastos y crecimientos secundarios recientes, entre otros) tiene una influencia real sobre los propios fragmentos.
La conclusión es que, aunque los fragmentos tengan un cierto valor y sean, desde luego, mejores para la biodiversidad que la falta de ellos, no se puede decir que su aportación a la conservación de la biodiversidad sea igual que la del bosque mismo.
Contaminación química
Los sistemas biológicos pueden verse afectados por productos químicos artificiales sobre cuya evolución no tenemos aún experiencia, mientras que sus efectos se agravan con la globalización y los mercados que transportan sus mercancías y su influencia a lugares muy lejanos. Los hidrocarburos clorados, como el DDT, afectaron profundamente a especies como el halcón peregrino, el águila calva y el águila pescadora, tras pasar por largas cadenas alimenticias, principalmente a través del metabolismo del calcio, es decir, de la capacidad de poner huevos que se puedan incubar con éxito. Compuestos parecidos se abren camino a través de las cadenas alimenticias, transportados por las corrientes de aire y las acuáticas, hasta lugares muy alejados de donde fueron utilizados, y acaban afectando a los pingüinos de la Antártida o a los mamíferos marinos y el pueblo esquimal del Ártico.
Actualmente existen unos 70.000 productos químicos diferentes de fabricación humana, y cada año se crean 1.500 más. Los agentes contaminantes orgánicos más presentes están regulados por un tratado especial en el que tan sólo se enumeran 12 de ellos, bastantes menos de los que son en realidad. Los clorofluorocarbonos que afectan a la capa de ozono son objeto de un control específico estipulado por el protocolo de Montreal. Existe además el problema de los metales pesados (como el mercurio), que probablemente serán objeto de un nuevo compromiso internacional. Hay una creciente preocupación acerca de cierta clase de productos químicos que causan trastornos endocrinológicos. Lo que sí está claro es que desconocemos los efectos de la mayoría de esa amplísima variedad de moléculas artificiales, sin contar con sus posibles sinergias negativas.
Distorsión de los ciclos globales
Aparte de eso, sabemos que la escala de la actividad humana está distorsionando importantes ciclos globales. Los problemas regionales con el azufre, consecuencia sobre todo de la combustión de carbón y la creación de lluvia ácida, son en cierto sentido sólo una señal, aunque se reproduce en casi todos los continentes del mundo. En el bosque experimental de Hubbard Brook en Nueva Inglaterra vemos que la lluvia ácida se ha infiltrado en los suelos de tal manera que el crecimiento del bosque se ha visto gravemente afectado. Con mucha frecuencia, el desplazamiento de agentes contaminantes a través del aire y el agua atraviesa fronteras, convirtiéndose así en otra forma de globalización.
Uno de los problemas que se observan antes en un ciclo global es el del nitrógeno. Hoy en día hay el doble de nitrógeno biológicamente activo del que se produciría de un modo natural. Su efecto más notable es la proliferación en las aguas costeras de zonas muertas en las que el desequilibrio químico ocasionado por los vertidos continentales acaba generando aguas bajas en oxígeno, en las que pocos organismos pueden vivir. La primera zona muerta de importancia apareció en el golfo de México, causada principalmente por los vertidos procedentes de la cuenca del Misisipi. Actualmente hay más de 100 en todo el mundo, y su número va en aumento.
La máxima expresión de la globalización y el deterioro ambiental es la distorsión del ciclo del carbono o, para entendernos, el cambio climático.
Cambio climático
En 1896 el científico sueco Svante Arrhenius se planteó la importante cuestión de por qué en la Tierra hay una temperatura que permite la vida de los humanos y otras formas de vida. Halló la respuesta en los gases de efecto invernadero. Incluso hizo una previsión de cómo afectaría a la temperatura de la Tierra la duplicación del nivel natural de gases de efecto invernadero.
Lo que Arrhenius no podía saber es que la temperatura media del planeta ha experimentado muchos cambios climáticos bruscos a lo largo de los últimos cien mil años. Aunque los últimos diez mil años han sido un periodo de una estabilidad excepcional. Eso implica dos cosas importantes. La primera es que la humanidad ha actuado durante diez mil años suponiendo que el clima es estable, aunque sea razonable hablar de una variabilidad más sutil, es decir, la meteorología. Y la segunda, que todos los ecosistemas se han ido ajustando a la estabilidad climática.
Eso está cambiando a causa de la emisión a la atmósfera de los gases de efecto invernadero producidos por los combustibles fósiles (carbón, petróleo y gas). Esto es consecuencia fundamentalmente de la anticuada actividad fabril y la actual deforestación, con su pérdida de biomasa, que libera la energía obtenida del sol mediante la moderna fotosíntesis. La vida está formada por moléculas de carbono que al entrar en combustión producen enormes cantidades de dióxido de carbono.
La concentración de dióxido de carbono en la atmósfera ha ascendido hasta casi 390 ppm (partes por millón) desde un nivel preindustrial de 280 ppm, y la climatología global ha empezado a resentirse. La Tierra es actualmente 0,8 ºC más cálida que en tiempos preindustriales, y amenaza con subir otros 0,5 ºC, lo que significaría una subida media de 1,25 a 1,3 ºC.
El medio físico está cambiando, sobre todo entre la fase sólida y la fase líquida del agua. Los lagos del hemisferio Norte se congelan más tarde, y el deshielo se adelanta cada año. Los glaciares se retiran en todas las partes del mundo, incluso en los Andes, donde abastecen de agua a ciudades como La Paz, y el Himalaya, donde alimentan los grandes ríos de China y la India. La mayoría de los glaciares tropicales (situados en las más altas cumbres, como el Kilimanjaro) se están retirando a tal velocidad que en 2015 habrán desparecido todos.
El caso más extremo de dicho cambio lo encontramos en los hielos del océano Ártico. La previsión de un primer verano sin hielos en el Ártico ha ido pasando de 2100 a 2050, y ahora a 2015, e incluso antes. Además, los glaciares de Groenlandia se funden más rápidamente de lo previsto, con lo que se incrementa la subida del nivel del mar, producida ya en condiciones normales por la expansión de las aguas al calentarse.
A todo esto hay que añadir el importante aumento de los incendios en el oeste de Estados Unidos, y tal vez en otros lugares, a consecuencia de unos veranos más largos y secos donde la nieve se derrite antes. También hay muchas probabilidades de que los ciclones tropicales y otros fenómenos atmosféricos se vuelvan más frecuentes e intensos.
No es de extrañar, pues, que la naturaleza viva también experimente cambios. Muchas especies de plantas florecen antes cada año. Las especies animales están cambiando sus hábitos, como por ejemplo ciertas aves, que han adelantado las temporadas de migración, anidamiento y puesta de huevos. Otras especies se están desplazando hacia los polos (es decir, hacia el norte en el hemisferio Norte, y hacia el sur en el hemisferio Sur), así como hacia zonas más elevadas. La American Arbor Day Foundation [Fundación Americana del Día del Árbol] consideró necesario publicar un nuevo mapa de zonas de resistencia, informando a los amantes de los árboles sobre aquellas especies que tienen más posibilidades de sobrevivir. En conjunto, todos estos cambios son estadísticamente relevantes. No hay duda de que la naturaleza está cambiando en casi todos los lugares del mundo que se han estudiado.
Estos cambios también se dan en los sistemas acuáticos, debido a las modificaciones en la distribución del plancton y los peces en los océanos. Las muy productivas comunidades de hierbas marinas del estuario de la gran bahía de Chesapeake no cesan de desplazarse hacia el Norte, porque tienen un estricto límite máximo de temperatura para desarrollarse.
También se producen cambios en los trópicos. El legendario bosque nuboso de Monteverde, en Costa Rica, experimenta días cada vez más secos, porque las nubes se están formando a mayor altitud. Eso tiene graves consecuencias sobre un tipo de bosque en el que casi toda la humedad procede de la condensación de las nubes. La primera especie cuya extinción se cree atribuible al cambio climático es el sapo dorado de Monteverde. El cambio climático se considera uno de los factores que están conduciendo a la creciente extinción de especies de anfibios.
Los arrecifes de coral tropicales están sufriendo graves efectos negativos. Una leve subida de la temperatura del agua provoca el fracaso de la asociación fundamental que está en la base del ecosistema del arrecife. El coral expulsa a su alga asociada, generando lo que se denomina un blanqueamiento. Esto sucedió por primera vez en 1983, y se verá con más frecuencia a medida que avance el calentamiento.
Pero el acontecimiento más dramático está relacionado con la vida natural sobre los hielos. El oso polar es la especie icónica en este contexto, aunque otras también muestran lo que se conoce como desacoplamiento, que es lo que sucede cuando dos especies íntimamente coordinadas en su biología se desacoplan a causa del cambio de temperatura y otros factores. El arao aliblanco anida en las orillas del océano Ártico, y vuela siguiendo la línea costera para alimentarse del bacalao ártico, que se encuentra cerca o inmediatamente debajo de la capa de hielo. A medida que este límite se aleja de la costa, el ave tiene que desplazarse a mayores distancias, hasta que el nido y la propia colonia fracasan. Casos de desacoplamiento se observan en todo el mundo, y no sólo en las regiones árticas.
En un futuro no muy lejano, el conjunto de las especies que habitan a gran altitud va a tener serios problemas, sencillamente porque llegará un momento en el que ya no podrán subir más. En la actualidad se está estudiando la inclusión de la pica americana, que habita en varias zonas altas de las montañas Rocosas, en la lista de especies amenazadas. También corren peligro las especies insulares, porque las condiciones que necesitan para vivir podrían desplazarse fuera de los límites de la propia isla. Y aquellas que viven en tierras bajas, como el ciervo de los cayos, están amenazadas por la subida del nivel del mar.
Observado con perspectiva, el panorama es aún más preocupante. En el pasado, las especies se desplazaban en respuesta al cambio climático, pero hoy en día gran parte del paisaje se ha desnaturalizado, interrumpiendo las vías de dispersión, y por lo tanto las posibilidades de un desplazamiento con éxito se ven reducidas.
También sabemos que las especies han ido respondiendo al cambio climático por separado, y no como comunidades biológicas. Cada especie se dispersa en una dirección y con una intensidad determinadas. Eso significa que los ecosistemas se disgregan y las especies supervivientes se reunirán en ecosistemas nuevos, cuya configuración apenas podemos sospechar.
La destrucción de ecosistemas ya está empezando. El blanqueamiento del coral es un claro ejemplo en los océanos. Su primera manifestación en los sistemas terrestres es la masiva mortandad de árboles en el bosque boreal, ya que unos inviernos más suaves, junto con unos veranos más prolongados, favorecen la proliferación del escarabajo del pino. Se estima que más de 8.000.000 ha se verán afectadas en Norteamérica, y es un fenómeno que empieza a darse también Europa.
A todo ello que hay que sumar los cambios que se avecinan en los sistemas. El Centro Hadley ha previsto que con una subida de la temperatura de 2 º C el ciclo hidrológico que genera la mitad de las lluvias en el bosque amazónico, el sudoeste de Brasil y el norte de Argentina se empobrecerá y provocará la degradación de la Amazonia. La mayor sequía registrada en la historia de la región, en 2005, podría tomarse de hecho como un indicio. Y si a eso unimos la deforestación actual y los incendios, debemos suponer que el punto de no retorno para la degradación amazónica está cada vez más cerca.
Ya se están produciendo importantes cambios en los sistemas de los océanos. El aumento de los niveles de CO2 en la atmósfera ha incrementado su acidez, porque parte de ese CO2 se convierte en ácido carbónico. Los océanos ya tienen un pH 0,1 unidades más ácido que en la época preindustrial. En términos relativos eso significa un 30% más alto. La acidez es un gran problema para decenas de miles de especies oceánicas cuyos esqueletos y conchas están formados de carbonato cálcico (incluido el zooplancton, tan importante en la cadena alimenticia). Los arrecifes de coral son especialmente vulnerables, ya que su forma de carbonato cálcico, el aragonito, comienza a corroerse y se disuelve ante un grado de acidez más bajo que otras formaciones cálcicas. El futuro de los arrecifes de coral no se presenta muy halagüeño, y sus efectos ya han empezado a hacerse sentir en la base de la cadena alimenticia en el Atlántico norte y las costas de Alaska.
Cómo puede actuar la globalización en favor de la diversidad biológica y la sostenibilidad
Vemos claramente que la diversidad biológica y los ecosistemas son muy sensibles al cambio climático. Ante el fracaso de ecosistemas y los cambios de sistemas que se están produciendo en los océanos y amenazan la Amazonia, no cabe duda de que la concentración de gases de efecto invernadero ya es más alta de lo que debería. Un aumento de 2 ºC respecto a las temperaturas de los tiempos preindustriales sería desastroso para los ecosistemas. Tenemos que concentrarnos en evitar una subida superior a 1,5 º C, y dentro del límite de 350 ppm que recomienda el climatólogo Jim Hansen. Pero el problema es que la concentración ya se acerca a 390 y aumenta con rapidez, sobrepasando incluso los peores augurios del último informe del Grupo Intergubernamental de Expertos sobre el Cambio Climático (IPCC).
Cada vez se vuelve más urgente cambiar a fuentes de energía con menor contenido en carbono. Por supuesto, eso también significa que hay que trabajar muy duro para conseguir ecosistemas más flexibles ante el cambio climático que se avecina. Se trata de un terreno relativamente nuevo, pero con bases sólidas. Restaurando las conexiones naturales en el paisaje, las especies podrán desplazarse con mayor facilidad en respuesta al cambio climático. En lugares donde se dan condiciones más secas o se derriten los hielos hacen falta soluciones muy meditadas que hagan compatible el suministro de agua para el consumo humano con el mantenimiento de los ecosistemas acuáticos.
Los ecosistemas pueden contribuir significativamente a reducir la concentración de CO2 en la atmósfera. De hecho, durante los tres últimos siglos los ecosistemas han evitado que se lanzaran a la atmósfera unos 200.000 millones de toneladas de CO2. Las emisiones continúan a una media de 1.500 millones de toneladas anuales, sobre todo debido a la deforestación tropical y la combustión de biomasa. Así que una de nuestras prioridades es evitar que aumenten las emisiones causadas por la deforestación (un tema crucial en las próximas negociaciones sobre el clima).
Sin embargo, aún contamos con la posibilidad de contribuir activamente a reducir las emisiones de CO2 a la atmósfera mediante la recuperación de ecosistemas a escala planetaria. Eso requerirá reforestar, restaurar las praderas y los pastizales degradados y gestionar la agricultura de modo que se acumule carbono en los suelos. No es fácil precisar el grado de secuestración (es el término técnico) potencial que produciría la recuperación de los ecosistemas terrestres, pero creemos que si se trabaja concienzudamente llegaríamos a unos 150.000 millones de toneladas (3.000 millones de toneladas al año durante cincuenta años). Eso equivaldría a reducir la concentración en la atmósfera en 40 ppm (la diferencia entre el nivel actual y el límite calculado de seguridad relativa para los ecosistemas). Casi con toda certeza podríamos secuestrar algo más mediante la gestión y recuperación de los ecosistemas marinos (incluidas las zonas costeras).
La dificultad para calcular un número exacto de esta secuestración potencial estriba en usos de la tierra incompatibles (así como en un cambio de clima que afecta a los ecosistemas y sus posibles consecuencias). Este planeta tiene que proporcionar alimentos para una creciente población humana, biocombustibles (en sustitución de los combustibles fósiles), conservación de la diversidad biológica y secuestración de carbono. Para ello hacen falta buen juicio y coordinación a unos niveles que, de momento, sólo encontramos en casos aislados.
La apabullante realidad es que ya ha pasado el momento en que podíamos permitirnos aplicar soluciones ad hoc para los problemas medioambientales y contentarnos con las consecuencias. Hemos de ser conscientes de que el planeta funciona como un sistema biofísico para poder gestionarlo de manera sensata. Edward O. Wilson lo llama la Ley de Wilson: si el planeta se gestiona sólo como un sistema físico, los sistemas vivos sufrirán graves daños; por el contrario, si el planeta se gestiona pensando en sus sistemas biológicos, los aspectos físicos estarán debidamente atendidos también.
El reto —y al mismo tiempo la mayor oportunidad— para la globalización está en cuidar del maravilloso planeta vivo del que afortunadamente formamos parte.
Publicado originalmente en OpenMind, 2013.