por Herman E. Daly – Es oportuno recordar que construimos el mundo por las preguntas que formulamos. El diseño de políticas de acuerdo con los primeros principios nos permite actuar ahora sin quedar empantanados en demoras eternas provocadas por asuntos de complejas mediciones y predicciones empíricas.
La mayor atención prestada recientemente al calentamiento global es muy loable. Aparentemente, lo que más se mira son los complejos modelos climáticos y sus predicciones. No obstante, es útil retroceder un poquito y recordar una observación del físico John Wheeler: “Construimos el mundo por las preguntas que formulamos”. ¿Cuáles son las preguntas que formulan los modelos climáticos, qué tipo de mundo están construyendo, y qué otras preguntas deberíamos hacernos que hagan posible otros mundos?
Los modelos climáticos preguntan si las emisiones de dióxido de carbono (CO2) provocarán concentraciones atmosféricas de quinientas partes por millón, y si eso elevará las temperaturas en dos o tres grados Celsius para determinada fecha. ¿Cuáles serán las posibles consecuencias físicas en el clima y la geografía, y qué secuencia, y según qué distribuciones de probabilidades?
¿Cuáles serán los perjuicios acarreados por tales cambios, así como los costos de abatirlos, y cuáles son las relaciones del valor actual de los costos del perjuicio comparado con los gastos de reducirlo? ¿Qué tipo de mundo se crea con esas preguntas? Seguramente un mundo con una incertidumbre y complejidad tan enormes como para paralizar cualquier política. Los científicos no se pondrán de acuerdo con las respuestas de esas cuestiones empíricas.
¿Es posible hacer una pregunta diferente que cree un mundo diferente? ¿Por qué no preguntar: podemos continuar emitiendo sistemáticamente crecientes cantidades de CO2 y otros gases de efecto invernadero a la atmósfera sin provocar finalmente cambios climáticos inaceptables? Los científicos estarán mayoritariamente de acuerdo en que la respuesta es “no”. La ciencia básica, los primeros principios y las direcciones de causalidad son muy claros.
Concentrarse en ellos crea un mundo de relativa certeza, por lo menos en lo que hace a la dirección de las políticas. Sólo los índices, secuencias y valoraciones son inciertos y están sujetos a debate. En la medida que nos centremos en medir esas consecuencias empíricas intrínsecamente inciertas en lugar de concentrarnos en los primeros principios que las causan, inundaremos el consenso de “hacer algo ahora” con los reclamos de segundo orden de “saber primero las consecuencias exactas de lo que podríamos hacer algún día”. Para expresarlo de otro modo, si en caso de emergencia hay que tirarse de un avión, lo que uno necesita es un paracaídas resistente más que un altímetro preciso. Y en caso de que tuviéramos un altímetro, no sea cosa que por registrar el descenso ¡nos olvidemos de tirar el cordón del paracaídas!
La siguiente pregunta que haríamos es: ¿qué es lo que provoca que sistemáticamente emitamos cada vez más CO2 a la atmósfera? Es lo mismo que nos hace emitir más y más residuos de todo tipo a la biosfera, es decir, nuestro compromiso irracional con el crecimiento exponencial permanente en un planeta finito. Nuevamente formulamos la pregunta equivocada: ¿cómo podemos crecer más rápido y hacernos ricos? En lugar de eso deberíamos preguntar: el crecimiento de la economía, en la medida que se expande físicamente y desplaza la biosfera finita, ¿realmente aumenta los beneficios de la producción más rápidamente de lo que aumenta los costos ambientales y sociales? ¿Cómo sabemos que los costos no están aumentando ahora más aceleradamente que los beneficios, y que no hemos trasladado la escala óptima de la economía a la biosfera y entramos en una era de “crecimiento antieconómico”? Nuestros PIB miden solo la “actividad económica” y no distinguen las actividades costosas de las beneficiosas.
El “mundo vacío” del siglo XIX sentó las bases de la economía neoclásica, en la cual la quema de más combustibles fósiles nos hizo más ricos porque los costos ambientales eran insignificantes. Pero en el “mundo lleno” del siglo XXI nos hace más pobres porque los costos de oportunidad ambiental son muy grandes. Por consiguiente, las políticas deberían apuntar ahora a reducir la producción de combustible fósil en lugar de aumentarla.
¿Es difícil encontrar una política razonable para hacer esto? En realidad no. Un estricto impuesto compensatorio sobre el carbono, cobrado en el origen -a boca de mina o en el puerto de entrada- contribuiría mucho a reducir su uso y a dar un incentivo al desarrollo de tecnologías alternativas libres de carbono.
Sí, pero ¿cómo sabemos cuál es la tasa óptima de impuesto, y no sería regresivo? Una vez más, construimos el mundo por las preguntas que formulamos. Necesitamos recaudar fondos públicos de alguna manera, así que ¿por qué no aplicar un impuesto fuerte a la extracción de carbono y compensarlo con un impuesto débil a los ingresos? Es decir, gravar la producción de carbono (aquélla a la cual se le agrega valor) y dejar de gravar el valor agregado. Gravar a los “malos” (el agotamiento del recurso y la contaminación), no a los “buenos” (el ingreso). ¿Alguien piensa que gravamos el ingreso con un índice óptimo? Mejor es gravar primero lo que sea necesario y luego preocuparnos sobre el índice óptimo de gravamen, la compensación por regresividad, etc.
A la gente no le gusta ver que el valor agregado con su propio esfuerzo se esfuma con los impuestos, aun cuando acepta que es necesario hasta cierto punto. Pero a la mayoría no le importa que se graven las rentas de los recursos, el valor que nadie agregó. Y el bien público más importante al que contribuiría un impuesto al carbono sería la estabilidad del clima, generada por la consiguiente reducción del uso de combustibles de carbono y el incentivo para inventar fuentes energéticas que hagan menor uso intensivo del carbono. Además, gran parte de los ingresos recaudados por el impuesto al carbono podría devolverse al público aboliendo otros impuestos, especialmente los regresivos como el impuesto al salario.
Establecer políticas de acuerdo con los primeros principios nos permite actuar ahora sin quedar empantanados en demoras eternas provocadas por asuntos de complejas mediciones y predicciones empíricas. Por supuesto que las incertidumbres no desaparecen. Las experimentaremos como consecuencias inesperadas, tanto agradables como desagradables, que requerirán una corrección en la marcha de las políticas aplicadas sobre la base de los primeros principios. Pero por lo menos habremos comenzado a movernos en la dirección correcta. Continuar como hasta ahora, mientras se debaten las predicciones de modelos complejos en un mundo cada vez más incierto por la forma en que lo diseñamos, implica no tirar del cordón del paracaídas. Las consecuencias que tendría esta última omisión, lamentablemente, son muy ciertas.
H. Daly es economista ecológico, profesor en la Universidad de Maryland (Estados Unidos) y autor de destacados libros como «For the Common Good». El artículo original se publicó en la revista Resurgence (setiembre-octubre de 2007), y en castellano en el suplemento Agenda Global del periódico La Diaria de Montevideo.