¿Hacia una globalización humanizada?

por David Escobar Galindo – Es evidente que la modernidad, pese a todos los quebrantos, no ha agotado sus reservas, y la prueba de ello es que las caracterizaciones más ambiciosas del momento actual –fin del siglo XX, comienzo del siglo XXI– se montan sobre el término “moderno”. Se habla de posmodernidad y de transmodernidad, como para enfatizar el salto desde lo moderno sin saber a ciencia cierta si es caída brusca o aterrizaje suave.

Quizás lo más consistente y funcional sería hablar de una realidad y un pensamiento “neomodernos”, para tender el necesario puente sintético entre los paradigmas gastados pero aún no extintos de la modernidad y los renovados paradigmas del mundo que tiene en la aceleración histórica su característica más pudiente. A la caída del comunismo, se puso de moda hablar del “fin de la historia”, frase equívoca para indicar que se había acabado la lucha de sistemas ideológicos. En realidad, si quisiéramos usar imágenes provocativas, tendríamos que decir que lo que concluyó es una forma de prehistoria, ingenua y artificial, y por lo mismo sustancialmente perversa. La historia tiene ahora más energía que nunca, aunque sea una energía mucho más hormonal que intelectual, y ahí está uno de los grandes peligros contemporáneos.

En verdad, lo que estamos viviendo, en muchos sentidos, es el “estrés posmarxista”, ya que el marxismo definió, por adhesión o por rechazo, la suerte de la modernidad durante siglo y medio. No se trata, como bien dice Rosa María Rodríguez Magda en su ensayo “Transmodernidad”, de “retornar a la seducción de un marxismo descafeinado”, ni tampoco, agregaríamos, de persistir en la fantasía de un “neoliberalismo” excluyente e invasor. Se trata de recomponer el friso de las formas mentales, en un equilibrio nuevo que supere el “pensamiento fuerte” –que Javier Roiz llama “pensamiento pilotado” – de la modernidad y evada el “pensamiento débil” –por no decir difuso– de la posmodernidad.

La tarea sería entonces buscar el balance en un pensamiento que, ahora más que nunca, necesita el carácter humanista, pero ya no un humanismo de “mentes privilegiadas” que quieran ordenar –al estilo prepotente y excluyente propio de la era “moderna”– todos los componentes de la realidad desde sus gabinetes inmunizados contra las contaminaciones de lo real, sino un humanismo conectado directamente con lo humano, es decir, con el tejido global de las aspiraciones, derechos y demandas del ser humano de carne y hueso, el que suda la realidad, convive con la multiplicidad de los problemas cotidianos, vive en las aldeas hipertrofiadas o marginadas, necesita trabajos satisfactorios y anhela condiciones superiores de vida.

¿Realmente en qué momento nos encontramos? En el de la construcción ordenadora de las experiencias que permitan reconocer y viabilizar el mundo como expresividad compartida, es decir, como destino común. Quizás ahora esto suene demasiado “poético”, pero es que el momento es de “descubrimiento del mundo”, ya no con carabelas o con legiones, sino con las herramientas universales del conocimiento. Un descubrimiento no para conquistar, sino para compartir. ¿Cuándo se había tenido una perspectiva igual?

La principal de las experiencias antes mencionadas tendría que ser el surgimiento de una especie de ciudadanía mundial sin papeles, configurada por el idealismo funcional de la tolerancia activa, que es lo que más necesitamos y a lo que menos nos dedicamos en este paso entre dos épocas. Se me viene de inmediato a la mente aquel ensayo espléndido del incomparable y ya casi olvidado Stefan Zweig sobre el también incomparable y aún más olvidado Romain Rolland, el autor de “Juan Cristóbal”, la novela más inspiradora del siglo XX, que ya nadie lee, porque vivimos cada vez más atrapados en el torbellino de las novedades fútiles; hablo de “La lucha contra el mundo”, en uno de cuyos párrafos subrayados desde mi primera lectura al filo de los 14 años se dice: “Y el ciudadano del mundo que ya no quisiera imponer a nación alguna el sello de la suya propia, ve sonriente y contento la eterna diversidad de las razas de las que se forma, como la luz del mundo se forma de los siete colores del arco iris, la magnífica diversidad de lo eternamente común, de la humanidad entera”.

Esa ciudadanía mundial, no jurídica sino anímica, de ánima globalizada, es lo que le daría sustento a la mundialización, que es por hoy sólo una voluntad mecánica, movida por las energías sueltas tras la disolución de los núcleos ideológicos absolutistas de poder que nos heredó la modernidad. La trampa de la modernidad fue el sueño ideologizado del “dominio mundial”, por las doctrinas y por las armas; la trampa de la llamada posmodernidad es el desvelo desnudo de ideas de esta apertura que aún no osa decir su verdadero nombre, que es humanización global.

En verdad, se trata de una reconstrucción de la visión que el ser humano tiene de su destino, tanto personal como colectivo, en todas las esferas de lo uno y de lo otro. La modernidad pretendió liberar al ser humano de las cadenas de la tradición y de la angustia existencial, pero lo que hizo, en definitiva, fue atarlo a otras cadenas: la de la masificación y la del sinsentido moral. Ahora el tema de nuestro tiempo es esa transversalidad de lo humano, que traspasa las paredes porosas de las verdades establecidas para instalarse en el mundo como patria común irrenunciable: espiritual, mental, política y geográfica. ¿Seremos capaces de administrar este surtidor de energías sin precedentes? El tiempo lo dirá, más temprano que tarde, porque hoy el tiempo se mide por horas y por días, no por años y por siglos, como era hasta hace tan poco. El ser humano, ser de límites y de infinito, necesita armonizar sus poderes, de adentro hacia afuera, y no al revés, como ha tendido a ser en todos los ámbitos de la cultura y de la vida.


D. Escobar G. es columnista del periódico “La Prensa Gráfica” de El Salvador. El artículo fue publicado originalmente el 25 de agosto 2007.