por Alvaro Soutullo – En un sentido amplio globalización se refiere a un mayor relacionamiento entre los países a nivel global. Para la Real Academia de la Lengua Española, sin embargo, el término es mucho más preciso y se refiere a «la tendencia de los mercados y las empresas a extenderse, alcanzando una dimensión mundial que sobrepasa las fronteras nacionales». Resulta curioso que la idea subyacente es que la globalización no es más que una etapa “lógica” del proceso “natural” de evolución de las economías.
El detalle pude resultar importante porque crea la sensación de un proceso es inevitable, y peor aún, que lo es la versión de dicho proceso que pretende instaurarse hoy en día. El Fondo Monetario Internacional, de hecho, define la globalización como una interdependencia económica creciente del conjunto de países del mundo, provocada por el aumento del volumen y la variedad de las transacciones transfronterizas de bienes y servicios, así como de los flujos internacionales de capitales, al tiempo que la difusión acelerada y generalizada de tecnología. En este contexto, y para decirlo en forma breve, globalización no es más que el nombre que se le da a la etapa actual del capitalismo.
Según Noam Chomsky, “en los sistemas doctrinales de Occidente, predominantes en el resto del mundo debido al poder occidental, el término tiene un significado ligeramente diferente”. Hace referencia a ciertas formas específicas de integración internacional cuya implantación ha sido promovida con especial intensidad en los últimos 25 años. Esta integración está concebida sobre todo en beneficio de ciertas concentraciones de poder privado; los intereses de todos los demás implicados son incidentales. En su versión neutra, no hay nada intrínsecamente malo en la globalización. El problema es en qué forma se adopta. La forma específica de integración internacional que se está promoviendo se llama «neoliberal», aunque no se trata de orientaciones «nuevas» y no tienen nada de «liberales».
La versión actual conserva la clásica doctrina de doble filo del liberalismo y del mercado libre, según la cual esas reglas están bien que se te apliquen a ti (para que yo pueda vapulearte mejor) pero yo voy a seguir solicitando la protección de mi poderoso estado y utilizando los mecanismos que sean necesarios para evitar someterme a la disciplina del mercado, excepto cuando el terreno de juego esté tan inclinado a mi favor que no me quepa duda de que voy a ganar. Que las nuevas versiones de esta doctrina sean simplemente adaptaciones de las versiones tradicionales a las circunstancias actuales no tiene nada de sorprendente. Es exactamente lo que deberíamos esperar si observamos quiénes son sus creadores: “los estados más ricos y poderosos, las instituciones financieras internacionales que siguen sus instrucciones, y su ejército de corporaciones oligopólicas altamente dependientes del sector estatal para socializar el riesgo y los costos”.
Resulta sorprendente que Adam Smith, el superhéroe de los autores intelectuales de esta peculiar versión de “la supervivencia del más apto”, y de los sabuesos que se encargan de defender su aplicación a rajatabla en todo el mundo, fuera, antes que nada, un filósofo moralista. De hecho, más de dos siglos atrás el propio Adam Smith condenaba a los que él llamaba «los arquitectos principales de las decisiones político-económicas» de su época por asegurar una «atención exclusiva» a sus propios intereses, por muy «doloroso» que fuera su impacto sobre los demás. «Los arquitectos principales», escribió, adoptan el «despreciable lema de los amos de la humanidad: Todo para nosotros, nada para los demás».
Por eso también resulta injusto cargar las broncas contra Adam por los disparates que algunos cometen aludiendo a su nombre. Al final de cuentas, aquel moralista sólo buscaba una forma de alcanzar el bienestar social. Que dos personas sólo deciden participar libremente de una negociación cuando dicho acuerdo los beneficia mutuamente, puede ser ingenuo – u optimista- pero nadie puede negar que la idea descansa sobre una percepción elevada del ser humano. Al final de cuentas el hombre era un moralista y como tal tenía fe en el ser humano. Quizás le faltó visión, eso sí, para comprender lo que la codicia y la mezquinad podían hacer con su brillante idea: trampa.
La forma sórdida en la que se entiende normalmente el capitalismo y su versión más moderna se acerca mucho más a las ideas de otro pensador, también inglés, y también de un pasado cercano: Charles Darwin. La idea es simple: cuando hay escasez los individuos compiten por recursos, aquellos que a mordiscos logran acaparar para ellos más que los demás se vuelven los patriarcas de su población, y el resto se pelea por las migajas – o muere. El secreto es “heredar” a la prole esa forma de hacer las cosas que tanto éxito ha traído. Como la moralidad parece ser una curiosidad que se limita al hombre (bueno, a algunos de ellos), en esa forma de hacer las cosas no importa más nada que acopiar recursos. Vale todo, no hay juez que pare el combate, ni reglas. Valen las emboscadas, la puñalada por la espalda, la copa con veneno, los bombardeos con B-52 y todo el repertorio de artimañas que la historia se ha encargado de catalogar y ordenar.
Cuando algunos recordaban las ideas de Darwin rápidamente eran criticados y censurados como “darwinistas sociales”. ¿Por qué ese desprecio a Darwin? ¿Por qué la idea está bien si la dice Adam Smith, pero si es Darwin ya la cosa es distinta? ¿Será porque a Darwin se le ocurrió mirando plantas y bichos por el mundo y entonces no le hace tan bien a la autoestima de algunos pensar que entre un pez de los abismos oceánicos (esos feos y de dientes enormes que querían comerse al papá de Nemo), que se cuelga lucecitas de colores para atraer a sus presas? Pero que deberíamos aceptar en el director de alguna multinacional que va a recurrir a cualquier treta, incluyendo las lucecitas de colores, para vender sus productos. Las diferencias entre el pez de los abismos y el director corporativo a veces es pequeña; en el fondo las ideas no son tan distintas. Basta con sacarle ese dejo de moralidad que Adam Smith quería ver en el hombre y nos encontramos con dos prosimios peleando por una banana. Algunos preferirán llamarlo libre competencia, supongo.
Todo está en la moralidad, ese atributo que curiosamente ha logrado evolucionar entre los antropoides con poco pelo que somos los humanos. Somos la prole de un grupo de monos que logró sobrevivir y tener éxito quizás precisamente por esa curiosa extravagancia evolutiva que llamamos moral. Hace casi 40 años G. Hardin decía precisamente que lo que este mundo necesita es un cambio de moralidad, una coerción mutua mutuamente acordada para asegurar que el espacio de cada uno es respetado por todos los demás. Nunca más cierto que en estos días de globalización desenfrenada, donde las reglas no son otras que las del zorro en el gallinero.
En un mundo globalizado no sólo viaja el dinero, también viajan la gente y la mugre. Probablemente dos de los efectos secundarios indeseables para los arquitectos de “la globalización según Darwin” son precisamente los procesos ambientales a escala global como el cambio climático, que no se arreglan como los desperdicios nucleares con ponerlos en un tanquecito de plástico y mandar a alguna “republiqueta” del sur, y que nos afectan a todos, incluso a ellos, y la avalancha de inmigrantes del Sur que abarrotan las oficinas de extranjería de algunos países cuyos gobiernos preconizan las bondades de la globalización. Por lo menos reconforta pensar que este modelillo también tiene algún costo por allí.
Felizmente, en ese intercambio cultural el flujo no es unidireccional. Basta con ver el boom mundial que ha protagonizado la música latina para entender que al menos esa monocultura global no es simplemente impuesta, o subirse en cualquier ómnibus de Londres o París para entender a que se refiere la Biblia cuando habla de la torre de Babel. Hay otro detalle más que vale la pena pensar. Un aspecto fundamental para reconocerse como parte de una nación viene de sentirse parte de un proceso histórico, de una tradición y unas costumbres que lo distinguen a uno del resto. Buena parte de ese sentimiento se hereda a través de la tradición oral y con el contacto intergeneracional de abuelos a nietos. En esas etapas de la vida donde uno tiene tiempo para hablar y el otro tiene tiempo para escuchar. En muchos países desarrollados ese punto de contacto se viene perdiendo paulatinamente. Ya no son los nietos los que escuchan a los abuelos, porque cada vez son menos las familias que cuidan a sus viejos. Es más probable que quien lo saque a pasear, le dé de comer o escuche sus cuentos y sus anécdotas sea algún extranjero contratado para cuidarlo. Y digo extranjero porque ese es precisamente el rubro donde es más fácil que un extranjero se haga un hueco para trabajar en esa nueva sociedad en la que se inserta. Nadie más quiere hacerlo. Los herederos de esa rica historia cultural (o lo que es lo mismo, esa identidad nacional) ya no son los nietos o la familia, ni siquiera compatriotas, sino extranjeros. Gracias a la globalización la identidad nacional trastabilla en el Norte.
Tampoco en lo ambiental le sale barato a estos países su modelo de desarrollo. Este invierno aquí en España ha sido de los mas fríos de las ultimas décadas. Lo mismo cuenta para el resto del hemisferio Norte. Atascos en las carreteras, cosechas perdidas, colapsos energéticos por incremento en la demanda, etc. Todos sabemos que las consecuencias de los cambios ambientales globales tienen la virtud de rebotar y propagarse a lo largo y ancho del sistema terrestre, lo que, aunque no nos pega a todos por igual (nos pega más duro en el Sur), no deja de involucrarnos a todos, reduciendo, al menos parcialmente, esa impunidad que “los amos de la humanidad” siguen teniendo a la hora de tomar sus decisiones.
De cualquier manera, desde el punto de vista ambiental difícilmente la principal consecuencia de la globalización esté ligada a su efecto sobre el clima. Probablemente el mayor problema tenga que ver con el desarraigo. Corremos el riesgo de que con la globalización lo que se instaure a escala mundial sea la misma estrategia “slash and burn” (talar y quemar) que ha arrasado con los bosques tropicales. Mientras que sea posible llegar a un país extraño, instaurar una fábrica de celulosa o convencer al gobierno de que permita la liberación de organismos genéticamente modificados, y luego irse cuando el negocio no funciona tan bien, dejando ríos clorados y sistemas agropecuarios empobrecidos, no veo qué motivos económicos podrían evitar ese camino… a menos que otra vez recurramos a los aspectos morales de los que ya hablamos.
La globalización permite la “tala y quema”, es más, la incentiva. El problema es obviamente qué pasa cuando se ha quemado todo. Sin un vínculo afectivo con el sitio en donde uno desarrolla sus negocios, no hay ningún motivo para proteger ese lugar. Lo uso y lo tiro, y me voy a algún otro lado donde pueda volver a usar y tirar. Sin el sentimiento de terruño o de negocio familiar al que está vinculado el futuro de uno y su familia, es difícil encontrar motivos para cuidar lo que uno tiene o el lugar que uno ocupa circunstancialmente. Es necesario recuperar ese vínculo. Ahí está una de las semillas del desarrollo sustentable que el desarraigo que incentiva esta forma de globalización puede evitar que germine.
A. Soutullo es biólogo de la conservación; es investigador en CLAES D3E.