La calidad de vida y la modernidad

por H.C.F. Mansilla – Hasta los ricos viven ahora peor que los privilegiados de ayer: antes de la Segunda Guerra Mundial los magnates podían gozar en sus villas de los encantos de una campiña más o menos bien preservada y de una atmósfera aun libre de las impurezas modernas; podían ahorrar tiempo y energías mediante sus carruajes y lacayos y sabían gastar su dinero para mostrar ostentosa e inequívocamente su preeminencia social.

Hoy, en cambio, los miembros de las élites respiran el mismo aire contaminado que los estratos subalternos, sus automóviles de lujo no pueden avanzar más aprisa que los de los obreros en calles y carreteras atestadas y siempre insuficientes para el tráfico, y sus actos dispendiosos no sirven ya para diferenciarse del estilo de vida de las clases medias. La calidad de la vida, sobre todo en el Tercer Mundo, ha bajado sin duda alguna en los últimos decenios, paradójicamente en medio del progreso material y del despliegue más espectacular de los avances tecnológico-científicos en toda la historia de la humanidad.

Los experimentos socialistas iniciados en 1917 ─en cuanto los intentos más serios que se han hecho para superar metódicamente el vilipendiado sistema capitalista─ duraron largos decenios, y ahora podemos observar que realmente no sirvieron para corregir esos aspectos deplorables que los marxistas consideraron como exclusivos de la sociedad capitalista. Cuando gozaron del poder los socialistas construyeron élites inmensamente privilegiadas y alejadas del ciudadano común y, simultáneamente, un sistema económico y social signado por el atraso, el estancamiento, el uniformamiento cultural y la represión política.

Por otro motivo parece que la situación actual es mucho más compleja de lo que nos imaginamos. Desde la crisis energética de 1973 se multiplican las voces que señalan las dificultades emanadas tanto de la clásica civilización industrial como de la actual sociedad de servicios, dificultades que no provienen estrictamente del orden socio-político o del régimen de propiedad de los medios de producción, sino de la dinámica imparable de crecimiento, utilización de los recursos naturales y sobrecargas ejercidas sobre el medio ambiente y la psique humana.

La modernidad está en crisis. Estamos muy lejos de aquella jubilosa celebración de la era moderna que cantó en 1911 Ernst Troeltsch mediante su hermosa obra El protestantismo y el mundo moderno: la tolerancia y convivencia pacífica de diversos credos practicados simultáneamente, la separación de la Iglesia y el Estado, el predominio de la razón, el libre examen y su corolario secular, el carácter científico-racionalista de toda la cultura y el optimismo histórico pleno de confianza en el progreso, serían los aspectos positivos de esa excepcional síntesis entre protestantismo y modernidad.

Pero el mismo Troeltsch se percató de los elementos deplorables y autodestructivos de este orden. El individualismo racionalista, preciado como el núcleo del sistema, tendía a transformarse en un «relativismo de efectos disolventes y atomizantes». El trabajo racional y metódicamente disciplinado, con su «calculabilidad y su ausencia de alma», «su competencia implacable» y su «falta de compasión», no significaría «ningún amor al mundo», sino más bien quebrantaría «el impulso de reposo y goce» y conduciría al «señorío del trabajo sobre los hombres».

Basta ver hoy en día las sociedades donde aun prevalecen credos protestantes: decadencia generalizada de la estética pública, espíritu ferozmente anti-aristocrático de las ahora dominantes clases medias, perfección técnica combinada con frialdad total en las relaciones humanas, consumismo grosero barnizado de falso cosmopolitismo, y una larga retahíla de fenómenos similares. A manera de ilustración es bueno recordar las palabras de Karl Jaspers, un gran protestante: «Los alemanes no viven unos con otros, sino unos al lado de otros».

El proceso civilizatorio moderno ha privilegiado una actitud fundamentalmente activa, disciplinada, innovativa, es decir: productiva, autocontrolada, agresiva hacia el prójimo y el medio ambiente, centrada en virtudes tradicionalmente consideradas como masculinas, y ha relegado a un segundo plano las cualidades femeninas tales como paciencia, amor, dedicación, empatía… La expansión mundial del feminismo y el triunfo político y económico del neoliberalismo no han modificado substancialmente esta constelación: las mujeres contemporáneas luchan, en el fondo, por parecerse cada día más a los hombres ─en todo sentido: desde la apariencia externa hasta los valores de orientación─, y el clima social claramente más duro ha originado una competencia mayor en las empresas e instituciones, reforzando, de esta manera, el predominio mundial del principio de rendimiento en cuanto norma suprema e indubitable.

Como dirían los moralistas franceses clásicos, la hipocresía de la época actual consiste en un reconocimiento pragmático e interesado del «valor» de los sentimientos: si amamos, es para poder trabajar mejor, y no al revés. Parece que en el ámbito occidental la llamada razón instrumentalista ha estado ligada al exitoso despliegue de un aspecto esencialmente masculino, basado en la división de identidades, roles y labores, y que virtudes femeninas de carácter altruista y asistencialista, propias de una intersubjetividad práctica, no han podido rebasar el terreno del hogar y la familia. Pero, por otra parte, esta concepción de una lógica primordialmente masculina, fría y dominacional, diferenciada de otra femenina, más humana, es algo muy improbable y bastante confuso.

H.C.F. Mansilla es un destacado cientista social boliviano.