por Andrés Scagliola – Un análisis sobre el descreimiento de la política y la necesidad de encontrar alternativas.
–Ma, tengo que hablar contigo.
–¿Sí?, nene.
––uando sea grande quiero ser presidente.
¡Horror! La madre intenta encontrar con sus ojos la mirada de su hijo para averiguar cuánto de sinceridad hay en aquellas palabras mientras con el reverso de los dedos de su mano trata de adivinar la temperatura de una frente seguramente febril (y, acto seguido, de la suya propia). Algunas noches atrás había terminado de planificar una vida sin problemas: su hijo, que ya casi cumple quince, seguiría sus cursos de computación (nunca fue un habilidoso en el fútbol) y lograría, en pocos años, fundar un imperio trasnacional de la informática (como recordaba que lo había hecho aquel tipo que desde las páginas centrales de HOLA! mostraba su oficina en una torre de New York). Y ahora esto.
–Cuál será la reacción de los amigos cuando se lo diga. Ojalá, no se burlen– pensó.
Claro que esto no ha sido siempre así. Años atrás la frase podía suponer dos cosas: (1) se trata de un futuro ciudadano que siente el deber de servir a la “patria” o, en otras palabras, trabajar por el “bien común”; (2) en el peor de los casos, se trata de un vanidoso que gusta del poder y quiere ser el number one. En todo caso, la frase –“cuando sea grande quiero ser presidente”– no era para nada una rareza. La profesión de político –con su premio mayor, el de ser presidente– estaba entre los mejores proyectos laborales a futuro que uno podía imaginar: bombero, astronauta y … presidente. Al deseo propio se agregaba la presión familiar. Ni te cuento para aquellos que tuvieron la tarea de portar el “pabellón nacional” en las fiestas escolares: en algún momento las madres dejaban de ver el mástil y la bandera para ver el bastón presidencial y la banda rayada cruzando el pecho de su hijo.
Hoy, si un niño dice que quiere ser presidente, la sospecha es segura: ya debe de saber que “todos los políticos son unos corruptos” (en este caso, el presidente sigue siendo el premio mayor), que están llenos de plata y, por lógica, él quiere ser presidente para llenarse los bolsillos. A tal punto ha llegado el descrédito de la política.
Hace un tiempo me contaron lo siguiente. Ricardo Lagos, presidente de Chile, socialista, había dicho, de gira por España, que la aspiración de su gobierno era que todos los niños de Chile tuvieran la oportunidad de “ser como Bill Gates” (extraña operacionalización del concepto de igualdad de oportunidades para un socialista).
Objetivo renovado el de ser presidente … de alguna empresa, por supuesto que privada, en lo posible monopólica y –mucho mejor– trasnacional. No faltará el palacio presidencial (hasta hace unos meses podrían haber sido dos torres gemelas), la bandera (un logo fashion), el himno (pongamos que un jingle pop) y consignas o leyendas grandilocuentes (claro que no del tipo “Libertad o muerte” pero sí un ingenioso slogan del tipo “Compre más barato”).
Ya no se trata de servir a los demás sino de que los demás nos sirvan para acumular montañas del vil metal (que el Tío Mac Pato, viejo y amargado, a fin de cuentas no la pasaba tan mal aunque, chicos, nunca intenten tirarse en una pileta de monedas de oro desde un trampolín).
Cuidado. Esta no es una mirada nostálgica sobre la vieja política. Que también tenía sus cosas. Recuerdo aquella anécdota que cuenta de un senador uruguayo –de uno de los llamados “partidos tradicionales”– al que, tras horas de argumentación por la negativa, le informan que el líder de su sector ha logrado un acuerdo y que, consecuentemente, el voto sería –exactamente– en la dirección contraria. Palabras más, palabras menos, y en un acto de acrobacia digno del Cirque du Soleil afirmó:
–Estos argumentos son los que hubieran sustentado una posición contraria al proyecto …
El auditorio perplejo, y enseguida agrego: «… pero como vamos a votar por la positiva decimos que …» Y se echó una enumeración interminable de argumentos a favor del otrora vilipendiado proyecto de ley.
La política pre-globalización no estaba exenta de estas incoherencias como tampoco de las luchas internas por el poder, tan bien puesta en aquella frase atribuida al expresidente del Gobierno español, el socialista Felipe González, donde instruía sobre un curioso “contínuo” o gradiente: –Primero están los adversarios, después los enemigos y –por último– los compañeros del partido
Pero la acción política, de un tiempo a esta parte, cambió. Para peor. La frase del español sigue siendo una máxima, aunque en muchos países no volverá a ocurrir una contradicción como del legislador uruguayo relatada arriba, debido a que casi no hay argumentación y, vaya alivio, sin argumentación no hay forma de contradecirse, por lo menos, en el discurso. Ahora, la política es entretenimiento. Muerta la política como debate democrático viva la política-show. Para gobernar hay que tener atributos de presentador de TV o de animador de campamento juvenil. ¿Propuestas de gobierno? Para eso está el Fondo.
El cambio de político-a-secas a político-showman (un fenómeno verdaderamente planetario) ha tenido sus bemoles. Algunos no han podido: son demasiado aburridos. Otros, lo han logrado con cierto grado de patetismo: me refiero a un Yeltsin pasado de copas bailando rock-n-roll sobre un escenario en una plaza de Moscú. Finalmente, están los que demostraron sus condiciones innatas: si me parece estar viendo a Fujimori mover sus caderas al compás de “El baile del Chino” o al expresidente Menem cambiando, para su cierre de campaña reeleccionista en 1995, el balcón de la Casa Rosada por la pantalla de “El Show de VideoMatch”, y una promesa electoral por un chiste digno de Larry The Clay.
Pero pregunto: ¿la prostitución de unos cuantos políticos en el altar de los mass-media y del dinero nos tiene que hacer renegar de la política? Jamás. Por la sencilla razón de que sin política, políticos, partidos ni parlamentos no hay democracia y, sin ésta, no hay derechos ni libertad ni ciudadanía. Así de sencillo. El Latinobarómetro, una encuesta que se realiza cada año en 17 países de América Latina, enciende la alarma: sólo 25% está satisfecho con la democracia; sólo 49% piensa que no puede haber democracia sin partidos políticos y 50% sin Parlamentos –y ambos porcentajes van en descenso–; nada más que 24% confía en los Parlamentos –mientras 49% confía en la televisión–; y –no aprendemos más– al 50% no le importaría que los militares llegaran al poder.
¿Cuál puede ser como ciudadanos nuestro papel? El de devolverle a la política su dignidad: la ética del servicio público, la responsabilidad del representante, el debate argumentado de las decisiones y la búsqueda del bien común. Y, cuando elijamos políticos –que de última somos nosotros los que los votamos– exijamos un mínimo de dos dedos de frente: uno, para ser capaces de encontrar en el otro la parte de razón que siempre tiene el que piensa distinto; el otro, para que sepa que hay una ciudadanía activa que lo está controlando y que habrá de pedirle cuentas. ¿Te parece que no hay políticos con dos dedos de frente? Yo conozco unos cuantos. Y, si pensás que no, porqué –por loco que te parezca– no hacés tú el intento:
–Amigos, tengo que hablar con ustedes.
A. Scagliola es investigador en CLAES.