por Jorge Larraín – En Chile algunos sectores piensan que la globalización, especialmente en su dimensión cultural, está amenazando la chilenidad, nuestra identidad nacional. Los síntomas de esta amenaza están en todos lados. El campo chileno, sometido a dura modernización, ha dejado de ser el principal centro proveedor de trabajo y de cultura que era antes y por lo tanto los valores rurales tienden a desaparecer; muy poca gente ya asiste a los rodeos y fiestas típicas campesinas. En septiembre de 1996 el Alto Las Condes, el mall más moderno de Santiago, montó una exhibición de “chilenidad” en sus patios de estacionamiento, poniendo allí algunos fardos de paja, carretas, algunos caballos y personas vestidas de huaso de modo que los niños urbanos que nunca han visto esas cosas (no conocen su identidad) pudieran saber lo que es ser chileno. La paradoja es que, sin duda, el fin de todo esto no fue sólamente un intento por recuperar una identidad que se va perdiendo en la ciudad, sino más bien aprovechar el tema como motivo publicitario, o señuelo para que la gente consuma en las tiendas del interior. So pretexto de salvar la chilenidad se invitaba a la gente a que definiera su identidad en función de las etiquetas y del consumo exclusivo internacionalizado. Y esto más bien remite, aunque veladamente, a un proyecto identitario futuro alternativo que refuerza el fin de la identidad chilena de origen agrario.
Otros síntomas serían que la música chilena se oye cada vez menos e incluso en las ramadas diciocheras, donde la cueca y las tonadas resurgen temporalmente, la gente pareciera preferir bailes extranjeros como los corridos, las cumbias, el tango y la salsa. La observación participante de ramadas en Constitución, el 19 de Septiembre de 1997, concluía que “la música que existía en las ramadas y kioscos correspondía principalmente a cumbias, corridos mexicanos y sólo ocasionalmente a cuecas.”[1] Pero más allá de esto, entre la juventud surgen cada vez con mayor fuerza grupos rockeros, raperos y punk que imitan no sólo la música sino también las vestimentas y modos de moverse y actuar de sus originales europeos. Los símbolos patrios han ido perdiendo fuerza: cada vez menos habitantes se molestan en poner banderas chilenas durante las fiestas patrias. Los hábitos alimentarios también han ido cambiando sometidos al bombardeo sistemático de pizzas y hamburguesas americanas, de restaurantes franceses o italianos que van lentamente desplazando los tradicionales platos chilenos. Un número cada vez más importante de actividades profesionales, comerciales y financieras usan nombres extranjeros y operan con un lenguaje salpicado de palabras y expresiones inglesas. Los hábitos de entretenimiento de la población también han ido cambiando y muchos juegos y actividades tradicionales son reemplazados por computadores, videos y juegos electrónicos.
Frente a esta realidad puede argumentarse en dos sentidos diversos. Por un lado se puede sostener que la identidad nacional se ha ido perdiendo o está seriamente cuestionada por el impacto de la globalización. Gabriel Valdés, por ejemplo, sostiene que en el Chile de hoy existiría una “voracidad por importar, tantas veces sin cedazo, ideologías y culturas ajenas; y por enajenar piezas esenciales de nuestra economía, que países más inteligentes guardarían para sí. Parece que en Chile todo está en venta al extranjero, en circunstancias que una Nación requiere cuerpo, instrumentos y servicios propios.”[2] Bernardo Subercaseaux, por su parte, argumenta que la falta de espesor cultural en Chile lleva a que la globalización favorezca el surgimiento de microidentidades y produzca un desperfilamiento de la identidad nacional.[3] Jacques Chonchol sostiene que “la cultura globalizada de masas que se pretende imponer en todos los países del mundo con el pretexto de la llamada modernización es inaceptable” y que, por lo tanto, es indispensable “adoptar políticas adecuadas para valorizar y reforzar las culturas locales y las especificidades culturales nacionales… y luchar contra la homogenización cultural del modelo dominante.”[4]
Por otro lado, se puede sostener que la identidad nacional, bajo el impacto de la globalización, se ha ido reconstituyendo en un sentido diferente, pero de ninguna manera desperfilándose o siendo reemplazada por una cultural universal homogenizada. En otro capítulo del libro «Identidad Chilena» vimos como la tesis de la desterritorialización de la cultura y del surgimiento de una cultura universal de masas, al menos en su forma extrema, no tiene asidero ni forma parte de una comprensión adecuada de la globalización. Pero además, la actitud positiva o negativa frente a la globalización está a veces influída por el concepto de identidad que se tiene. Tal como lo hemos advertido repetidas veces, si se concibe la identidad nacional como un alma inalterable y constituida en un pasado remoto, de una vez para siempre, todo cambio o mutación posterior de sus constituyentes básicos implica no sólo la pérdida de esa identidad sino que además una traición al sí mismo. Por el contrario, si la identidad nacional no se define como una esencia incambiable, sino más bien como un proceso histórico permanente de construcción y reconstrucción de la comunidad nacional, entonces las alteraciones ocurridas en sus elementos constituyentes no implican una pérdida de identidad, sino más bien un cambio identitario normal.
Es necesario aceptar, por lo tanto, que la chilenidad nunca ha sido algo estático, una especie de alma permanente, sino que ha ido modificándose y transformándose en la historia, sin por ello implicar una alienación o traición a un supuesto sí mismo esencial que nos habría constituido desde siempre. Por esta razón resulta tan difícil establecer con claridad la línea divisoria entre lo propio, como algo que debe necesariamente mantenerse, y lo ajeno, como algo que aliena. Pienso que hay que evitar dos extremos. Por un lado hay que evitar una reacción de rechazo en bloque a la globalización y una propuesta de aislacionismo cultural que buscaría salvar la identidad nacional de influencias foráneas y que, por lo demás, sería altamente ilusoria, sino imposible. En el campo de la cultura, los rasgos culturales raras veces “son” propios en el sentido de “puros” u “originales” y más bien “llegan a ser” propios en procesos complejos de adaptación. Muchos de los elementos que tradicionalmente constituyen la chilenidad fueron tomados desde afuera, negociados, adaptados, reconstituidos e incorporados en ciertos contextos históricos.
Fijémonos por ejemplo en dos elementos sustanciales que nadie negaría que han tenido una influencia capital en nuestra identidad: la lengua española y la religión católica. Sin duda que llegaron a ser propias de la mayoría de los chilenos, pero en sus orígenes fueron ajenas, en cuanto vinieron desde Europa. El vino, las empanadas, la guitarra, los caballos, los volantines y el futbol, han llegado a representar aspectos importantes de la chilenidad en determinados momentos, pero todos ellos tienen orígenes europeos. Si quisiéramos imponer una medida estricta de los propio y lo ajeno, deberíamos estar jugando chueca y no futbol, así como hablando una lengua distinta y creyendo en otra religión. En segundo lugar, aquello que en las diversas versiones de identidad se califica de “propio”, es siempre resultado de un proceso de selección y exclusión de rasgos culturales, que se realiza desde la perspectiva de un grupo dominante. Por ejemplo, de los indígenas mapuches habitualmente se selecciona su valor guerrero para incorporarlo a la chilenidad, pero se excluye de ella su lengua, sus costumbres y su religión.
Además nada garantiza que aquello que consideramos “propio” sea necesariamente bueno y debamos mantenerlo a toda costa, sólo por el hecho de ser “propio”. La identidad no solo mira al pasado como la reserva privilegiada donde están guardados sus elementos principales, sino que también mira hacia el futuro; y en la construcción de ese futuro no todas las tradiciones históricas valen lo mismo. No todo lo que ha constituido un rasgo de nuestra identidad nacional en el pasado es necesariamente bueno y aceptable para el futuro. Por ejemplo, uno podría preguntarse si nuestro mal disimulado sentido de superioridad frente a peruanos y bolivianos, fruto de una victoria militar en el pasado, es un rasgo que quisiéramos acentuar en el futuro o si, más bien, deberíamos bajarle el perfil en aras de construir vínculos más estrechos, comerciales y culturales con repúblicas hermanas.
Por otro lado, hay que evitar también una reacción de receptividad acrítica que identifica la modernización con un modelo norteamericano o europeo que hay que alcanzar a toda costa y que supondría un cambio drástico o desmantelamiento sistemático de la identidad nacional. Es necesario partir de la base que la identidad nacional no fue constituída de una vez para siempre en un pasado remoto, sino que se va construyendo en la historia con nuevos aportes. Por eso la globalización no puede dejar de afectarla y, en la medida que esto significa comunicarse con otras culturas para aprender de ellas, es bueno que la afecte. ¿No sería provechoso acaso que en algunos aspectos la identidad chilena tanto como la identidad argentina, peruana y boliviana fueran afectadas por un proceso de integración regional y tuvieran que cambiar para abrirse a las contribuciones culturales de los otros? Pero, por otro lado, no se trata de hacer tabla rasa de los modos de vida y valores que han ido formando las prácticas cotidianas y la cultura de un pueblo. De lo que se trata es de tomar los aportes universalizables de otras culturas para transformarlos y adaptarlos desde la propia cultura, llegando así a nuevas síntesis.
Notas:
[1] Isaac Caro, “Observación participante Ramadas de Fiestas Patrias”, informe para la investigación de Jorge Larraín y Jorge Vergara, “Identidad cultural y crisis de modernidad en América Latina, el caso de Chile”. Proyecto Fondecyt No. 1960050, (1997), p. 3.
[2] Véase Gabriel Valdés, “Una Aproximación a la globalización y sus efectos en la identidad nacional y la defensa nacional” en Centro de Estudios para el Desarrollo, ¿Hay patria que defender? La identidad nacional frente a la globalización? (Santiago: CED, 2000), p. XXVII
[3] Bernardo Subercaseaux, “Espesor Cultural, Identidad y Globalización” en Centro de Estudios para el Desarrollo, ¿Hay patria que defender?, pp. 160-166. Hay que señalar, sin embargo, que para el autor, el problema no es tanto la globalización como el déficit de espesor cultural.
[4] Jacques Chonchol, ¿Hacia donde nos lleva la globalización? Reflexiones para Chile (Santiago: LOM, 1999), p. 58.
El presente artículo reproduce una sección del reciente libro «Identidad Chilena», Editorial LOM,Santiago. Reproducido con permiso del autor.
J. Larraín es sociólogo formado en las universidades Católica de Santiago y Sussex; actualmente es docente en la Universidad A. Hurtado y en la Universidad de Birmingham.