No hay choque de civilizaciones

por Francis Fukuyama – Diez años atrás, Samuel Huntington sostuvo que las líneas de falla de la política mundial posterior a la Guerra Fría son principalmente culturales: hay un «choque de civilizaciones» definido por cinco o seis zonas culturales importantes que a veces coexisten, pero que nunca convergirán, porque carecen de valores compartidos.

Esto implica, entre otras cosas, que los ataques terroristas del 11 de septiembre y la respuesta liderada por los Estados Unidos deberían interpretarse como parte de una lucha más amplia entre civilizaciones, específicamente entre el islam y Occidente. Y que lo que nosotros, los occidentales, consideramos derechos humanos universales son un mero producto de la cultura europea, inaplicable para quienes no compartan esta tradición particular.

A mi entender, Huntington se equivoca por partida doble. Sir V.S. Naipaul, reciente ganador del Premio Nobel de Literatura, escribió cierta vez un artículo sobre «Nuestra civilización universal». Un título muy pertinente: después de todo, Naipaul es un escritor de ascendencia india, nacido y criado en Trinidad. Allí afirmaba que no sólo son aplicables los valores occidentales a todas las culturas, sino que él, personalmente, debía sus logros literarios precisamente a esa universalidad, que se adquiere cruzando las fronteras putativas de Huntington.

La universalidad es igualmente posible en un sentido más amplio, porque la fuerza primordial en la historia humana y la política mundial no es la pluralidad de culturas, sino el avance general de la modernización, cuyas expresiones institucionales son la democracia liberal y la economía de mercado.

El conflicto actual no es parte de un choque de civilizaciones; más bien, es sintomático de una acción de retaguardia por parte de quienes se sienten amenazados por la modernización y, en consecuencia, por su componente moral: el respeto por los derechos humanos.

Casi todos los derechos sustentados a lo largo de la historia dependen o han dependido de una de estas tres autoridades: Dios, el hombre o la naturaleza. Su fuente original, Dios o la religión, ha sido rechazada en Occidente desde los comienzos de la Ilustración. John Locke inicia su «Segundo discurso sobre el gobierno» con una extensa polémica contra Robert Filmer, que sostenía el derecho divino de los reyes. En otras palabras, el laicismo de la concepción occidental de los derechos constituye la raíz de la tradición liberal.

Esta parece ser, hoy por hoy, la divisoria principal entre el islam y Occidente porque muchos musulmanes rechazan el Estado laico. Pero antes de adherirnos a la idea de un choque irreductible entre civilizaciones, deberíamos preguntarnos, en primer lugar, por qué el liberalismo laico moderno surgió en Occidente. No es casual que hayan emergido ideas liberales en los siglos XVI y XVII cuando, en toda Europa, las luchas sangrientas entre sectas cristianas mostraban la imposibilidad de un consenso religioso que sirviera de base a la autoridad política. Hobbes, Locke y Montesquieu respondieron a los horrores de la Guerra de los Treinta Años, y otras contiendas, afirmando que era preciso separar la religión de la política para asegurar, ante todo y por sobre todo, la paz civil.

El islam enfrenta hoy un dilema similar. Los intentos de fusionar la política y la religión dividen a los musulmanes tal como dividieron a los cristianos en Europa. Nuestros políticos no son meramente oportunistas cuando insisten en que el conflicto actual no es con el islam: tienen razón. El islam es una religión extremadamente heterogénea que no reconoce ninguna fuente absoluta de interpretación doctrinal. El fundamentalismo intolerante es una alternativa para los musulmanes, pero el mundo islámico siempre tuvo que habérselas con la cuestión del laicismo y la necesidad de tolerancia religiosa, como lo demuestra el actual fermento reformista en la teocrática Irán.

Constitución y naturaleza

La segunda fuente de derechos -el principio, esencialmente positivista, de que un derecho es todo lo que una sociedad reconozca como tal por alguna vía constitucional- tampoco es garantía de tendencias liberalizadoras, pues conduce al relativismo cultural. Si, como da a entender Huntington, los derechos que sustentamos en Occidente emergieron exclusivamente de la crisis política de la cristiandad europea tras la Reforma protestante, ¿qué impide a otras sociedades apelar a sus tradiciones locales para negar esos derechos? El gobierno chino es muy hábil para manipular este argumento.

La última fuente de derechos es la naturaleza. En realidad, el lenguaje de los derechos naturales -postulado del modo más enérgico por los norteamericanos en el siglo XVIII- sigue modelando nuestro discurso moral.

Así, cuando decimos que raza, etnia, riqueza y género son características no esenciales, esto implica, obviamente, que creemos en la existencia de un substrato de «humanidad» que nos da derecho a una protección igual contra determinados tipos de conducta por parte de otros grupos o Estados. Esta creencia es la razón última para rechazar los argumentos culturales que pretendan subordinar algún sector de una sociedad (por ejemplo, las mujeres). Más aún, la difusión de las instituciones democráticas en contextos no europeos, en las últimas décadas del siglo XX, indica que ella no es exclusiva de los occidentales.

Pero si los derechos humanos son, en verdad, universales, ¿no deberíamos exigir su implementación en todo tiempo y lugar? En su Ética a Nicómaco , Aristóteles sostiene que las reglas naturales de justicia existen, pero su aplicación exige flexibilidad y prudencia. Eso sigue siendo válido en nuestros días. Debemos distinguir entre una creencia teórica en la universalidad de los derechos humanos y el apoyo efectivo y habitual que reciben en el mundo entero, ya que nuestra «humanidad» compartida se moldea en diversos entornos sociales y, por ende, nuestra percepción de los derechos difiere.

En muchas sociedades tradicionales con opciones y oportunidades de vida limitadas, la visión individualista occidental de los derechos es sumamente irritante. Esto se explica porque el concepto occidental no puede ser abstraído del proceso más vasto de la modernización. Razonar de otro modo es poner el carro delante del caballo. Nuestro compromiso con la universalidad de los derechos humanos constituye tan sólo una parte del complejo contexto de una civilización universal, del que no podemos excluir la comprensión de los otros elementos de las sociedades modernas: la justicia económica y la democracia política.
F. Fukuyama, autor de «El fin de la historia y el último hombre», es profesor de economía política internacional en la Universidad Johns Hopkins. Publicado en La Nación, Argentina, noviembre 2001.